Andrés lleva ocho
minutos esperando su turno; en tres más será atendido (según el ticket que obtuvo a la entrada del banco). Es temprano, hay poca gente y se
dio el lujo de escoger silla. Su turno es el 164 y ya van en el 159. Al llegar
al 161, ninguna persona se movió, así que la empleada de la caja 13 pulsó para
cambiar al 162… nadie se movió, 163… y nadie dijo ésta boca es mía pero una Gordita en pants color amarillo
revienta-pupilas, que apenas estaba sacando su ticket de turno, agitó su rosada mano hacia la cajera y corrió cuán rápido
pudo hacia la caja. Por la forma en que se saludaron, Andrés pensó que la
Gordita es conocida de la cajera; su primer impulso fue levantarse y exigir que
se respete el orden de los turnos. Benditos gringos y su “first come, first
served” (“al que llega primero se le atiende primero”) porque en México primero se atiende a los compadres, los amigos, los
vecinos, los compañeros de kínder (aunque tengan treinta años sin verse), los
recomendados de doña Chole y a la Gordita en pants amarillos; al último, sólo
al último, al pobre imbécil –disculpa, Andrés, nada personal- que espera
paciente su turno. Indeciso entre levantarse o no, sabiendo que el tipo de la
Gordita es de quienes les gusta armar jaleo, el tablero electrónico lo atajó
marcando su número, el 164, en la caja 2. Andrés caminó hacia allá con su ticket en la mano, pero la cajera lo regañó pues esa
caja es para clientes preferentes y lo mandó a la caja 7. Ligeramente confuso e
irritado –fueron ellos los que lo
mandaron a la caja “equivocada”- se paró frente a la Siete para de inmediato olvidar
su enojo, incluso miró rápidamente a la Gordita con gratitud.
Usando unos lentes
negros de pasta –que seguramente tardó tiempo en escoger y quizá por ello le
quedan de maravilla- sentada muy mona en su lugar lo recibió mirándolo a la
cara, con una sonrisa y el guión que todo cajero(a) dedica a los clientes, la
mujer más hermosa de todas las que traían el uniforme del banco. Demasiado
consciente de sí mismo Andrés devolvió el saludo, buscó el papel donde traía
apuntado los datos para el depósito y contó el dinero antes de entregarlo a la
joven –sabía cuánto dinero iba a depositar pero le urgía hacer tiempo en lo que
algo se le ocurría-. Podía escuchar, mejor dicho sentir hasta en la yema de los
dedos cada latido de su corazón y el pulso acelerado, amén de un suave
cosquilleo en todo el cuerpo; se había excitado con sólo verla. Incluso se
descubrió respirando conscientemente y procuró hacerlo despacio para no
agitarse más; se acercó cuanto pudo a la ventanilla buscando percibir un aroma
pero sólo olió la fuerte loción del cajero en la ventanilla nueve –¡plof! fue como una
bofetada-. Alguien subió
el volumen pues podía escuchar la fricción de la ropa de Siete al moverse;
miraba muy atento sus meneos para empatarlos con los ruidos que oía,
preguntándose qué prenda era la escandalosa. La boca seca y rasposa como lija. Intrigado por su
propia e inesperada reacción, Andrés se dedicó a observar a la cajera y luego a
sus compañeras como en un juego de encuentra las 5 diferencias. Todas igualitas: guapas, risueñas y frescas –a las diez y media de la
mañana todo mundo está fresco- y vestidas del mismo e impecable modo: blusa
blanca, chaleco azul marino y pañoleta roja al cuello. Se ve idéntica que las
demás, ¿qué tenía la de la caja Siete para destacar?
¿El brillo en la
mirada…? ¿Sus blancos dientes…? ¿Los labios tal vez…? ¿Su top de algodón
plisado o la suave y aterciopelada piel de sus pechos…? Andrés pensó en el
tacto de un durazno. ¡Los botones de la blusa! Las demás traen la blusa
abotonada hasta el cuello; casi, casi se ven monacales, por lo menos junto a
Siete. Andrés ya encontró dos botones sueltos pero sigue sin entender por qué
Siete se ve idénticamente uniformada como el resto de sus compañeras. La cajera
seis, la de al lado, se ha interesado por la actitud de Andrés. Siete viste la
blanca blusa abierta hasta por debajo del pecho –oculta bajo el chaleco azul la
unión del primer botón con su respectivo ojal, según adivina-. El top, tan
blanco como la blusa, se mimetiza con aquella hasta perderse. Y la mascada
roja, que en las demás simplemente cae, Siete se la ha acomodado para que
enmarque. El resultado: ha transformado un uniforme elegante en otro coqueto y
discreto, disimulando el escote hasta volverlo subliminal; lo percibes mas no
lo ves. Delicioso.
Siete preguntó
algo sobre el depósito; Andrés regresó al mundo, la miró a los ojos y contestó
pero un segundo después no podía repetir lo que dijo. Siete ha contado el
dinero, acaba de imprimir los comprobantes y tiene el sello listo en la mano para
marcarlos. La cajera seis observa con curiosidad a Andrés, quien tiene la
imperiosa necesidad de hacer un comentario, de llamar la atención, algo,
cualquier cosa; el botón de la blusa de Siete, ese que está junto al hueso de
la clavícula, parece mirarlo burlón. Andrés se exprime el cerebro buscando las
palabras correctas, sensual y sexy parpadean en su cabeza; sabe a la primera
semánticamente correcta aunque le parece demasiado peligrosa; su problema es
que tiene que construir una frase completa. Siete le ha entregado los
comprobantes a Andrés en la mano; ahora o nunca, dominando un ligero temblor en
su voz le dice a ella lo que piensa.
-¿Perdón? ¿Cómo
dices? –preguntó Siete haciéndose ligeramente hacia adelante en su banco con la
mano izquierda apoyada sobre el mostrador.
Andrés no está seguro si la pregunta es porque Siete no le entendió o es la forma de Siete de callarlo. La cajera seis, desde su lugar, también se inclinó hacia Andrés. Ya no hay marcha atrás:
-Disculpa mi atrevimiento, pero tu atuendo es lo más sexy que he visto en lo que va del mes –repitió Andrés al tiempo que la abarcaba completa con un gesto de la mano.
Siete se irguió sobre su banco con el rostro iluminado, apoyando los dedos de la mano libre justo en el nacimiento del cuello y, sonriendo hasta con los labios contestó “¡Gracias!”. Todo al mismo tiempo. Andrés agitó los comprobantes en su mano izquierda y le contestó “Gracias a ti”…
…
-… ¡Listo, joven! ¡Ya quedó!
-¿Cómo que ya quedó? ¿Y el resto de la
historia?
-Pos en su próxima boleada, joven.
-… ¿? …
-Le dije que su boleada se la cobraba en
treinta pesitos y que además le contaría la primera parte de una buena
historia. Yo ya cumplí, mire sus zapatos ¿o no le gustó la historia?
-Pues sí, por eso quiero saber en qué acaba.
-En su próxima boleada, joven, en su próxima
boleada. Nomás acuérdeme cuál historia le conté y en qué parte me quedé.
-¡Achis! ¿Pues cuántas se sabe?
-¡Uy, joven! Un titipuchal.
-¿Las inventa?
-… Nop, la mayoría me las platican mis propios
clientes; Andrés mismo me contó la suya; trabaja por aquí… Oiga, por cierto, ¿le
gustaría ver a la chica de la caja Siete…? Dese una vuelta por el banco, ese que está
frente a la oficina de correos, la que está a dos cuadras hacia allá. Lo que yo le pueda platicar de ella no le hace justicia, está rechula la
chamaca.
Sergio no pudo disimular la sonrisa, cayó redondito con el bolero: le dio una señora boleada a sus zapatos con el pretexto de la historia. Fue el letrero por lo que se acercó con él: “SE CUENTAN HISTORIAS Y SE BOLEAN ZAPATOS $30 PESITOS (pregunte)”. Ahora tenía $30 menos, unos zapatos impecables y curiosidad por saber cómo le fue a Andrés con Siete. Esta vez, en lugar del cliente, fue el bolero quien consiguió 2x1: dos boleadas por una. Curiosamente, hace tres semanas Sergio leyó un artículo que afirmaba se estaban extinguiendo muchos oficios tradicionales en la ciudad. Por eso le pagó los treinta pesos al bolero con tanto respeto: porque ahora regresaría por otra boleada con tal de oír el final de la historia. Sergio está seguro que éste bolero sería el último en desaparecer.
2 comentarios:
Preciosa historia, dentro de la historia, yo también volveré por más.
Un saludo
Gracias :)
Bienvenida eres hoy y siempre
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