Hasta la fecha nadie me cree pero en cuestión
de recordar rostros, nombres, voces e incluso personas, yo gozo de una memoria
me gustaría decir que privilegiada aunque es más acertado decirle memoria
fotográfica, con un pequeño, pequeñísimo, detalle: la mayoría de las “fotos”
que tomo con ella se velan, están muy borrosas o salen con el equivalente del
pulgar atravesando todo la escena, tapando lo que debería verse. Lo cual quiere
decir que, si te acabo de conocer a ti que estas leyendo esto, no podré
reconocerte sino hasta después de dos, tres, tal vez cuatro y no me extrañaría
cinco o seis veces de vernos y tratarnos extensamente. Voy por la vida, eso sí,
recordando mil detalles sobre el contexto, como gestos, expresión y hasta
intenciones de las personas que conozco.
Sin ir más lejos, el día de ayer desayuné en
el aeropuerto en un restaurante que se las da de muy acá pero tiene unas sillas
que invitan a sentarse, comer en menos de lo que canta un gallo y salir
corriendo para tomar el próximo vuelo; incómodas quiero decir, aunque
seguramente es plan con maña para que no te sientas cómodo ni te entretengas
mucho comiendo a riesgo de perder tu avión. Había cinco mesas ocupadas contando
la nuestra, siete comensales y un pequeño niño que jugaba dichoso en su mundo. Detrás de mí había una voz de mujer
angloparlante lo suficientemente valiente para arriesgarse con el menú en
español en vez del escrito en inglés que muy amable le ofrecía uno de los
meseros; enfrente de la estadounidense, atrás a mi izquierda, el típico viajero de
aeropuerto con un maletín negro comía del plato muy preocupado por no manchar
su camisa de manga larga a cuadros; a la izquierda de él dos mesas ocupadas,
cada una por una pareja cuyos integrantes no vienen a cuento y, en la mesa del
rincón, el premio mayor: un hombre más bien regordete –que no por esa causa es
el gran premio- vestido con pantalón oscuro, camisa blanca impoluta y de tez
color cuija, casi transparente de tan clara quiero decir, cabello crespo muy
corto de color castaño y un gesto tranquilo y confiado de persona acostumbrada
a, literalmente, manejar con las manos el destino de algunos cientos de
personas –cuando se levantó y se fue, pude ver su gafete de piloto.
Algo discutía aquel hombre, y no estaba dispuesto a aceptar un “no” por respuesta, mientras seguía consumiendo sus alimentos con la mayor parsimonia posible. Su mesero, que también era el nuestro, le dedicaba esa tan perfecta sonrisa de cortés indiferencia que sólo los más veteranos en su oficio dominan; como no llegaban a ningún acuerdo, poco después le llamaron a Ella, siempre ella, la anfitriona del restaurante –hostess le querrán llamar algunos para sentirse mas nice-, una mujer de aspecto impecable pero sobre todo regia, majestuosa y señorial que a mi –y me van a disculpar por ello- me recordó de inmediato a un caballo percheron, un ser fabuloso cuya presencia hechiza, quita el aliento e impone, un ser tan igual pero a la vez tan diferente a los demás que hasta en la forma de caminar trasmite el aplomo, sin afectación, que le da saberse como pocos; ella misma dueña de un cuerpazo forrado de negro y vistiendo sólo Dios sabe qué clase de ropa interior pues no se le veía la más mínima marca sobre la tersa superficie de aquella negra tela; el pantalón con cierres –o zippers, como prefieran- a los costados me hizo imaginarlos abiertos, colgando de la cadera el pantalón como gajos listos para pelarse; quitarle aquella prenda a Ella debe ser como voltear por el revés un guante de seda para desnudar la mano, porque así le queda aquella ropa: como un perfecto guante sin arrugas ni pliegues; calza unas bonitas zapatillas a juego que sólo uno o dos hombres de entre mil sabrían que van mejor con un vestido, o al menos eso dijo hace poco una amiga que, curiosamente, había comprado no mucho tiempo atrás unos tacones idénticos a los que Ella usaba para caminar hacía nuestro bonachón objeto de interés –el gordito discutiendo con el mesero, ¿recuerdan?-. Si Dios sabe de ropa interior también debe ser el único en saber qué clase de queja tenía el gordito, porque el aplomo de Ella después de escucharlo bajó ocho de diez rayitas posibles, aunque tuvo la fuerza para mantenerse firme en su lugar mientras mister Bonachón, calmadamente y sin dejar de comer, exigía una solución inmediata a su problema.
Recuerdo perfectamente la expresión serena
del bonachón, el desenfado para comer su desayuno mientras pedía satisfacciones
primero al mesero y luego a Ella, la camioneta 4x4 verde con la que jugaba el
niño que venía con él, la estoica resignación de ella mientras escuchaba el
reclamo, la expresión mal disimulada de angustia, sus largas pestañas que a
pesar de todo poco parpadeaban, el desconcierto en su rostro al enfrentarse a
una situación con un matiz desconocido para ella y la apretada cola de caballo
que lucía en su lustroso cabello. Sin embargo, si me vuelo a topar con
cualquiera de ellos, incluso con Ella vistiendo la misma ropa – que seguramente
es uniforme-, no podría reconocerlos aunque me fuera la vida en ello; aún si la viera a Ella en el mismo
restaurante, y pese a lo mucho que me impactó su belleza, dudaría entre
reconocerla o confundirla con alguna compañera con la que seguramente comparte
el extendido horario de trabajo.
Pero recordar e identificar o no a gente
desconocida es pecatta minuta; no, lo interesante es cuando no reconoces a tus
conocidos o, peor aún, cuando confundes a un desconocido con alguien que por lo
visto no te es tan familiar.
Como aquella ocasión en que fui a… digamos
que al banco… aquella ocasión en que fui al banco acompañando a un amigo que
necesitaba hablar con alguien de ahí. Pues bien, ahí tienen a Don Pendejo
–tipazo con clase, o sea, su servilleta- ofreciéndole al amigo presentarle a
ese alguien dentro del banco; a la entrada nos topamos con una conocida y platiqué
un rato con ella de piquete de ombligo, mentada de madre y todo. Después de
socializar, la conocida nos preguntó si en algo podía ayudarnos y yo, muy ufano
y en mi papel de Don Pendejo, contesté con un “No, gracias. Venimos a ver a
R.F.”; a lo que mi conocida respondió con un dignísimo “Yo soy R.F.”
Qué cama ni qué cárcel ni qué ocho cuartos,
en situaciones como está es que se conoce a los verdaderos amigos, porque al
menos el mío aguantó como los grandes: con su mejor cara de póker el hizo como
que la virgen le hablaba, y juro por mi vida que no movió ni un méndigo pelo de
las cejas mientras me dejaba morir solo tratando de salir de tremendo resbalón… Baste decir que,
pese a todo, mi amigo consiguió lo que buscaba y, cuando salimos de nuevo a la
calle, ya lejos de R.F., literalmente se ha orinado de la risa el muy
desgraciado.
Pero las palmas son para el episodio de los
tacos, por más que quiera negarlo. Confundir a un desconocido con un conocido
no tiene precio… y que el desconocido crea que te lo quieres ligar es la oferta del día. ¿Recuerdan al amigo de Ramón? Aquél tipo a todo dar cuyo
nombre se me pierde en las nubes de la memoria. Bueno, ayer fui a comer tacos y en la mesa de
enfrente había una persona muy parecida a él, sólo que no estaba muy seguro si era
o no el mismo personaje, y aunque el tipo me miraba tampoco daba señas de
reconocerme; quizá fuera tan desmemoriado como yo... Por lo que sea, decidí hacerme pato pero la conciencia me remordía ¿y si de verdad era el amigo de Ramón? De payaso y petulante no me
bajaría. Supuse que de tanto mirarlo él me reconoció, porque me hizo señas; ingenuo y facilote como soy creí que si me había reconocido, así que con
toda confianza le avisé a la mesera que cambiaría de lugar.
-Hola, guapo, no te había visto antes, ¿cómo te
llamas? –fue lo primero que dijo cuando ya estaba instalado frente a
él, acaricíandose el lóbulo de la oreja derecha y dedicándome la mejor de sus sonrisas.
Me quedé de una pieza y sin habla, ¿guapo? ¿y cómo es eso de que
no me había visto antes? ¿Y qué de las tres veces que acompañe a Ramón a su
casa? ¡A la casa del amigo de Ramón quiero decir! ¡A la casa del tipo que tenía
enfrente! ¿…o no? ¡Por Dios! ¡El tipo creía que me lo quería ligar! -digo, no lo culpo, sé que soy encantador, pero no es el punto.
-¿…Qué no eres el amigo de Ramón… de Ramón…?
¡De Ramón! –de los nervios ni recordaba el apellido del mentado Ramón- El que vive cerca de Insurgentes y Álvaro Obregón, ¿cierto?.
El respondió muy risueño y coqueto que no vivía por ahí ni recordaba a nadie
con ese nombre, pero que pudiera ser
alguna de las muchas personas que conocía. Me quedé helado. ¿Qué podía hacer?
Digo, a parte de salir corriendo, lo que no hubiera sido muy educado de mi
parte. Muy apenado le ofrecí una disculpa diciendo que lo había confundido con
el amigo de mi amigo Ramón. Bendito sea el cielo, pues de inmediato comprendió
mi error, asegurando ya con una voz neutra que no había ningún problema; lo que
en realidad no me tranquilizó demasiado, tan obsesionado como estaba imaginado
que todos en la taquería y zonas aledañas estaban al pendiente de todos mis
movimientos y del desarrollo de esa entrevista, si hasta imaginaba un par de
ojos taladrándome la nuca. Como buen anfitrión, me ofreció quedarme a su mesa,
filosofando respecto a compartir la cena. Mencionó que no era necesario
levantarme, ¿es adivino el tipo o qué? Por un segundo acaricié la idea de pararme
y regresar a mi mesa, aunque pensé que a los ojos de los demás eso se vería
como si me hubieran bateado, y en menos de un minuto; o sea, ¡ya me estaba
preocupando “el qué dirán”! No supe
cómo pude reprimir la carcajada porque, quizá, entonces hubiera sido él quien
quisiera salir corriendo para alejarse del loco que invitó a su mesa.
Nos las
arreglamos para platicar sobre las calles de la ciudad, nada comprometedor. El
tipo resultó ser una simpática persona pero, nada personal, espero no volver a
toparme con él; mi sentido del absurdo no da para tanto. Lo más divertido fue
cuando él pidió su cuenta, pues la mesera muy segura afirmó en vez de preguntar:
“De los dos…”. A lo que mi filosófico compañero de cena contestó negando con un
movimiento de la cabeza; pagó su cuenta, se despidió y yo terminé mis tacos en
medio de todos aquellos curiosos, rogando al cielo que mi cara de póker fuera
tan buena como la de mi amigo en el banco.
Ya de regreso en el carro y rumbo a la casa, aprovechando los altos del intenso tráfico, me iba dando de topes en una pared imaginaria para soltar una buena carcajada después; topes-carcajada-topes-carcajada. Las carcajadas eran por la cereza del pastel: recuerdo cada momento del episodio y puedo contarlo de memoria, incluso sería capaz de dibujar un esquema de los platos en la mesa, la disposición de las salsas y, lo juro, hasta el número de limones en el platón del centro; recuerdo las calles de las que hablamos y hasta podría reproducir los dos croquis que hizo para ubicarlas; bueno, hasta recuerdo que se presentó y me dijo su nombre, pero ¿qué creen…? No logré retener ese dato. Caprichos de mi fotográfica memoria.
Ya de regreso en el carro y rumbo a la casa, aprovechando los altos del intenso tráfico, me iba dando de topes en una pared imaginaria para soltar una buena carcajada después; topes-carcajada-topes-carcajada. Las carcajadas eran por la cereza del pastel: recuerdo cada momento del episodio y puedo contarlo de memoria, incluso sería capaz de dibujar un esquema de los platos en la mesa, la disposición de las salsas y, lo juro, hasta el número de limones en el platón del centro; recuerdo las calles de las que hablamos y hasta podría reproducir los dos croquis que hizo para ubicarlas; bueno, hasta recuerdo que se presentó y me dijo su nombre, pero ¿qué creen…? No logré retener ese dato. Caprichos de mi fotográfica memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario