Hace tiempo descubrí un viejo libro de
fotografía en el librero, “Conoce tu
Cámara Reflex”, editado en 1977. No tengo la más remota idea de cómo pudo
haber llegado ahí. Es un breve y sencillo manual cuyo propósito es explicar el
ABC del funcionamiento de esas cámaras, cuya popularidad “{se ha incrementado}…a lo largo de las dos últimas décadas”
y es “…la más utilizada, tanto por los
profesionales como por el aficionado”. Es decir, un libro sobre cámaras
fotográficas prehistóricas, de esas que usaban rollos de 35mm con 12, 24, 36 ó
48 exposiciones que luego mandabas revelar para descubrir que la mayoría se
había velado, estaba fuera de foco, mal encuadradas o mostraban el hermoso
pulgar del fotógrafo. Aquí entre nos, apuesto que el mentado pulgar era el sujeto más recurrente en las fotos
del aficionado
promedio. Con las cámaras de hoy debe ser cualquier otra parte de su cuerpo,
pero hoy con toda la intención: un ojo, un brazo, la cara completa en un ángulo
muy extraño, un torso… sólo miren la foto de perfil o el avatar de muchos de
sus conocidos.
Sea como fuere, y debido a éste maldito vicio
de leer cuánto cae en mis manos, sólo era cuestión de tiempo antes de por lo
menos darle una hojeada al libro de marras. El libro trata de “…los principios básicos y los conceptos de
la fotografía…” y “…de las funciones que son comunes a todas las
cámaras”. Para mi deleite descubrí que “todas
las cámaras” incluso aplica para mi cámara digital. Ciertamente las
modernas digitales tienen un sinfín de ajustes automáticos (modo de escenas,
fuegos artificiales, playa, retrato, auto-retrato, texto, museo, panorámica,
video, ISO, detección de rostros, ojos rojos y lo que gusten), por lo que basta
con dirigir la cámara hacia lo que deseamos fotografiar y apretar el botón pues
el aparatito hará el resto por nosotros. Los más curiosos –levanto la mano-
habrán descubierto que la ruedita dentada tiene incluso una P y una M para hacer ajustes manuales en la cámara. Y es aquí donde el
libro del que hablo entra en escena: grano (megapíxeles) y sensibilidad (ISO)
de la película, velocidad de obturación (2, 1, ½,1/4, 1/8, 1/125, etc),
abertura del diafragma (un numerito que en la pantalla de ajustes va precedido
por una f), longitud focal, encuadre
y demás.
Confieso que no lo he leído a detalle como
para comprender los diversos conceptos pero me queda claro que jugando con esos
valores se pueden obtener fotografías increíbles, mucho mejores que las que se
pueden conseguir confiando en los ajustes automáticos de la cámara por más avanzada que sea.
Ojalá me hubiera tomado ya el tiempo de leer a detalle el libro para conocer los conceptos detrás de los tecnicismos, pues la belleza de lo que dos días atrás me encontré justo a la entrada de mi casa, colgando del árbol que custodia la puerta de acceso, me cautivó lo suficiente para buscar la cámara y tomarle varias instantáneas.
Regresé a casa en el momento justo después del
atardecer cuando el sol ya se ocultó pero todavía hay algo de luz natural. Ese
momento del día en que si tomas una foto sólo aparece lo que el flash alcanza a iluminar, lo que queda
más atrás simplemente se pierde en las profundidades del negro. Tomé varias
fotos en el modo automático pero ninguna me convenció. La blanca mariposa (¿o
palomilla? no lo sé, no soy entomólogo) colgando de una de las verdes hojas del
árbol, ambos emergiendo de entre las
sombras, como si nada más existiera en el mundo. Esa era la foto que quería
tomar, pero el ajuste automático insistía en usar el flash para iluminar la escena como si fuera quirófano, perdiendo la
sutileza que pretendía captar. Después de la segunda foto con flash también me entró cargo de
conciencia por deslumbrar al pobre insecto –si hasta para referirme a él lo
tildo de pobre-, así que me puse a
jugar con los citados ajustes manuales; simplemente fui cambiando el valor de
los mismos de uno en uno y tomando una foto en cada ocasión: cambio de valor,
foto, cambio de valor, foto. Si supiera qué es lo que le estaba ajustando con
cada cambio estoy seguro que hubiera conseguido la foto que deseaba. Después de
20 ó 30 tomas –jamás hubiera tomada tantas con una cámara de rollo, benditas
las digitales- decidí que era suficiente, ya las revisaría en la computadora
para elegir las rescatables. Hasta ahí llegó mi interés por el insecto, bajé
del carro la fruta que había comprado de regreso a la casa y seguí en lo mío.
Como a las 11 de la noche cayó una fuerte lluvia, si la menciono es porque al
día siguiente cobró una importancia súbita.
Al salir por la mañana me topé de nuevo con
la mariposa, ésta vez se encontraba en el suelo como a un metro del árbol del
que colgaba ayer y, de cualquier modo, frente a la puerta de entrada. Estaba
muy quieta y daba la impresión de estar húmeda, como si se estuviera
secando-recuperando de la lluvia de la noche anterior. Tomé nota de su presencia
y me subí al carro… recordé la cámara en la guantera y bajé con ella. Creí que
saldría volando en cuanto me acercara, al no hacerlo reforzó mi idea de que esperaba
al sol para secarse con él. Me puse a buscar el mejor ángulo para retratar al
bicho: al norte saldría mi carro de fondo, al este la casa del vecino y al
oeste la mía por lo que eso me dejaba al sur como opción. Puesto que la
mariposa estaba a ras de piso, la foto tendría que ser al mismo nivel. Así que
ahí estoy de rodillas, a unos cuantos centímetros del insecto y con la cámara
recargada sobre el piso, mirando a través de la pantalla muy concentrado en lo
que hacía. De repente sentí movimiento en la calle y voltee la mirada para ver
la causa: era una de mis vecinas acompañada de una hermosa mujer que no había
visto antes. Supongo que ellas ni siquiera vieron a la mariposa y tal vez ni la
cámara, así que debió resultarles raro ver al vecino a gatas en frente de nada, arrodillado con un pantalón claro
sobre la húmeda banqueta. Mi vecina se puso ligeramente colorada y de inmediato
dijo “vamos a la tienda”, como disculpándose por haberme sorprendido así. Las
saludé, tomé nota de su acompañante –algún pretexto tendré que idear para
visitar a mi vecina y preguntarle por ella- y seguí en lo mío. Por detalles
como ese la gente que me conoce está dispuesta a asegurar que estoy un poco loco, así que me esperé a que se
alejarán para sonreír por lo absurdo de todo sin riesgo de confirmar sus
creencias.
Quizá tomé otras 20 fotos cuando escuché al
camión repartidor y decidí que tenía suficientes. Ya me iba cuando reparé que
el escape del carro daba justo sobre mi sujeto,
quien además se encontraba a la sombra de la casa; antes de medio día el sol no
pegaría en esa zona. Intenté subirlo en una ramita que encontré cerca pero no
se dejaba. En un arrebato de buena voluntad le puse la mano y, después de
varios intentos en que aleteaba un poco para alejarse, por alguna razón
entonces sí se subió; la sensación fue extraña, como si estuviera enganchado a
mi piel. Busqué un lugar con sol, cerca de unas plantas y deposité al bicho que
de inmediato se bajó de mi mano. Asunto terminado, adiós.
Por la tarde revisé las fotos y me deshice de
la mayoría (antes guardaba todas, ahora solo conservo las que de verdad me
gustan). Viendo las fotos, el pequeño y peludo insecto sale inclinado hacia su lado derecho; pensé que fuera el ángulo de
la cámara pero en todas se ve así, tal vez los efectos del torrencial aguacero.
Esa misma noche volvió a llover y por la mañana, al salir de casa, la similitud
con la el día anterior me hizo buscar a la multicitada mariposa; obvio que ya
no estaba, me encogí de hombros y seguí con mi día.
Hace rato, al regresar del trabajo y querer
estacionar el carro vi una mancha blanca frente al zaguán ¡sorpresa! mi pequeña
vecina. Jamás había visto a la misma mariposa en el mismo lugar haciendo lo
mismo durante tres días seguidos; no puede ser normal. Después de tantas
“aventuras” juntos no podía pasarle el auto por encima. Con menos asco y
remilgos –soy 100% de ciudad y la impronta del asfalto me hace recelar de
cualquier cosa que huela a
naturaleza- le tendí la mano a donde subió de inmediato. Pensé depositarla al
pie del árbol en que la conocí pero la ingente cantidad de hormigas que
pululaban por la zona me hizo dudar ¿qué si se le van encima? Y entonces
realmente la miré. Tiene los extremos de las alas muy maltratados y algunos
pequeños agujeros por aquí y por allá. Parece que tiene dos pares de alas, no
estoy seguro pero no me atrevo a hurgarla; una de las superiores se ve desgastada, como papel de china delgado
a punto de desintegrarse.
Definitivamente se inclina hacia la derecha, como si
le pesara el cuerpo, aunque juraría que una de las patas se le ve más corta. No
respondo por el resto de la humanidad pero qué metiche soy a veces con los
asuntos de la naturaleza, queriendo cambiar el curso de los acontecimientos o
reflejando emociones en la existencia de seres de otras especies. Debe ser de
lo más normal y natural del mundo que la mariposa que no alcanza a guarecerse
de una lluvia torrencial resulte tan maltratada que no pueda volar –tuvo todo
un día para secarse, dos de hecho- y termine por servir de alimento a cualquier
bicho o animal que encuentre delicioso un aperitivo de lepidóptero; no debe ser
normal que un insecto que puede volar permanezca en el suelo tanto tiempo, al
alcance de quién sabe cuantos predadores. ¡Pero no! Tenía que meter mi cucharota:
el mundo se me hizo demasiado hostil, húmedo y frío para soltar por ahí a la
pequeña trompuda. Pensé en la casa, seca y cálida.
Con la mariposa en la mano izquierda saqué
las llaves de la bolsa izquierda del pantalón con la otra mano –algo más fácil
de escribir que de hacer-, abrí las puertas de la casa y busqué un lugar dónde bajarla, pero ¡oh,
sorpresa! ¡No se quería bajar! En esas andaba cuando me acordé del carro: botado
a media calle –es una cerrada- con las luces prendidas, la puerta abierta y el
radio encendido; eso sí, las llaves las traía en la bolsa, no hay que ser tan
confiados. Volví a sonreír pensando en mi vecina y su guapa acompañante ¿Qué
hubieran pensado de haber encontrado así el carro, abandonado de noche frente a
mi domicilio? ¿Con las puertas de la casa abiertas de par en par y las luces de
entrada, de la cochera y todas las que tuve a mano, encendidas? ¿Conmigo
paseando tan quitado de la pena con una mariposa en la mano…? ¡Lo que daría por
ver su cara!
¿Alguna vez han tratado de estacionar un
carro estándar y dirección mecánica
con una mano mientras en la otra sostienen una delicada mariposa aferrada a ver
el mundo desde esa posición? Yo le doy un grado 8.4 de dificultad. De nuevo,
dentro de la casa, intenté dejarla en una maceta que le escogí como albergue,
pero sólo brincaba de una a otra mano sin querer bajarse de ellas. Sentado en
el suelo frente a la maceta y practicando la virtud de la paciencia, de repente
se me ocurrió escribir al respecto. Llevo ya un rato tecleando en la
computadora y la mariposa, eternamente recostada sobre su lado derecho, no se
ha movido un ápice de su maceta. ¿Cómo puede pasar tanto tiempo sin moverse? Creo
que sería una excelente maestra de la meditación, por aquello de que el ejemplo
arrastra. De lo quieta que está hasta parece foto; sería fabulosa jugando a las
estatuas de marfil.
¿Y si ya está muerta? Porque los chismes
corren rápido en el vecindario. Ahora me imagino al sapotote que vive en el
jardín (literalmente un sapo enorme, más grande que mis dos puños juntos)
vestido con su sombrero de copa, corbata de moño al cuello y su bastón de
dandi; relamiéndose
los bigotes, exprimiéndose el cerebro pensando en un buen pretexto para
tocar a la puerta y poner su mejor sonrisa preguntando, sin poder ocultar la
ansiedad de su mirada, si de pura casualidad llega a tiempo para la cena…
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