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Aún había tres personas delante de mí en la fila;
mientras esperaba mi turno recordé –“escuché” sería mejor dicho- las palabras
de mi tía cuando le platiqué de mi nuevo trabajo en otra ciudad: “Una vez que
te salgas no querrás regresar y si no me crees, mírame”. Nunca me tomé muy en
serio su dicho, aunque admito que mi tía era fiel a su propio consejo y se le
veía muy feliz viviendo en provincia. A las tres semanas de aquella plática me
salí de la ciudad y desde entonces no he regresado; no por falta de ganas, no, lejos
de mi pensar siquiera en tremenda herejía hacía mi odiada ciudad –odiada no por
mi, qué va, pero si por la mayoría de las personas que no son de ahí- sino
porque la vida simplemente me llevó por otros lados. Hasta hoy.
La chica del mostrador –“Susana F.” según su gafete-
me hizo la pregunta con tal seriedad que lo primero que pensé fue que de mi
respuesta dependía una cuestión vital, y eso hizo que me fijara realmente en
ella; busqué trazos de sarcasmo en su pregunta, aunque su interés parecía
genuino y su sonrisa sincera. Yo en su lugar habría hecho la misma consulta –la
cual seguro repite cientos de veces en un día- con el mismo interés que tengo en
saber cuánto pesa una bola de boliche en Tetis, una de las lunas de Saturno –bien
pensado, ese es un dato que si despierta mi curiosidad, pero no es el punto . Susana
F. incluso levantó sus manos del teclado a la espera de mi respuesta, ¿cómo
podía defraudarla? Le compré un boleto de ventanilla porque ir del lado del
pasillo me da claustrofobia, lo cual es tonto si se considera el hecho de que
todos los asientos, ventanilla o pasillo, están dentro del autobús pero la loca de la casa –la mente para los que
se pregunten de quién hablo- tiene sus propias manías y más vale llevarle la
fiesta en paz.
Con boleto en mano me dirigí hacia los andenes, solo
faltaban diez minutos para que saliera mi corrida –el autobús, obviamente- pero
antes había que pasar por el filtro de seguridad donde me pidieron sacar
“llaves, monedas, cartera, celular y cualquier otro objeto que lleve en las
bolsas” para depositarlos en unas charolas de plástico traslucido que bien me
recordaron a las que vendían en el mercado sobre ruedas al que mi abuela me
llevaba cuando niño; incluso estuve a punto de preguntarle al guardia si, de
pura casualidad, no habían comprado las charolitas en el puesto de Doña Petra.
Junto a la puerta del autobús esperan tres personas:
el operador, su asistente –quien me pide el boleto para perforarlo- y otro tío
de seguridad con un detector portátil que empuña como bat de beisbol y me
recuerda a la tabla con clavo de doña Eufrosina. Mi lugar es uno de los pocos
que todavía están vacíos y el único –bendito sea el cielo- que está junto a
otro asiento desocupado. Ya han puesto la película, las dos horas y media de
trayecto deben ser suficientes para verla toda, presumiendo que valga la pena.
Aunque no llevo prisa no puedo evitar mirar el reloj a cada rato, sobre todo
después que dio la hora marcada en el boleto y el autobús nomás no partía.
A la 1:05 cerraron la puerta, el operador comenzó a
maniobrar el autobús y su asistente nos recitó su famosísimo discurso de
bienvenida. Bien linda ella, incluso tuvo el tino de alabar nuestro buen gusto
al elegirlos a ellos en vez de a la competencia. Así hasta es una delicia
viajar.
Por alguna
razón me siento extraño, soy consciente de mi mismo; sé que traigo una boba
sonrisa dibujada en el rostro y tengo unas ganas irresistibles de sacar la
cabeza por la ventana, del modo que solía hacer Croqueta, la schnauzer que salió
corriendo por la puerta para nunca más volver. Creo que estoy ansioso, incluso
tengo las palmas sudadas para demostrarlo. Saco cuenta del tiempo que he estado
lejos, objetivamente no puedo hablar de toda una vida, pero por las pantuflas
viejas de la abuela juro que así se siente ¡y todavía faltan dos horas y media
para llegar!
La película resultó tan interesante como una verruga.
Para no aburrirme imaginé que el paisaje era una pista de obstáculos que debía
sortear con una BMX que corría a la par del autobús; de niño prefería
entretenerme así en los largos viajes a tener que soportar la irritada mirada
de mi padre después de escuchar mi enésimo “¿ya llegamos?”. Por supuesto que
después de años de no jugar a eso ocupé muchísimas “vidas” para sortear todos los
obstáculos –sobre todo cuando el autobús entraba en un túnel o pasaba por algún
barranco- hasta que recordé que en el NES había un botón para el “turbo”, ¿qué
me impedía usarlo en mi imaginario juego?
Acababa de brincar un grupo de casas –con un doble mortal
hacia atrás para más puntos- cuando me olvidé de la bici, del monito de la bici
y del juego. Mi primer reacción al verlo fue pegarme al vidrio de la ventana. ¡Jamás
creí que me daría tanto gusto ver un taxi ecológico! ¡y un vochito!, con placas
de sitio, por cierto. Me lo bebí con los ojos, ¡tanto tiempo sin ver uno de
esos! ¡En verdad estaba ya en la ciudad! Minutos después la evidencia era irrefutable:
automovilistas con cara de estrés, microbuses, peceras y taxis pa´ventar
pa´rriba, espectaculares hasta en la sopa, ríos de gente, camiones repartidores;
todo mundo con mucha prisa, como si les hubieran puesto un cohete en el… bueno,
con mucha prisa.
Al llegar a la estación bajé como tromba del
autobús. En la calle un gordito me hizo señas –“¿Taxi?”- y estuve a punto de
subirme al Tsuru, pero a unos pasos estaba la estación del metro. Nada como
viajar en metro para sentirse en casa.
2 comentarios:
Feliz regreso.
Nada como siempre regresar a donde uno es bien recibido :)
Saludos
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