abril 17, 2025

Tan Ella como siempre

El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte; era un martes por la tarde, quizá miércoles o tal vez jueves, francamente no llevo cuenta de los días desde hace un par de semanas en que tuve que cambiar mi rutina. Ahora que lo pienso probablemente era sábado. 

Desde la ventana de mi sala en el tercer piso dominaba una buena parte de la ciudad y del paisaje hasta los lejanos cerros que bordean su contorno. El edificio descansa sobre un terreno en declive lo suficientemente largo y profundo para que las construcciones vecinas no obstruyan la vista. Por el frente, el edificio está sobre una calle ancha que, aunque no es de las principales a ratos tiene tráfico pesado; un recordatorio de que el mundo sigue girando, aunque yo me encuentre arrumbado en una esquina.

El atardecer comenzaba a pintarlo todo de rojos y naranjas hasta donde podía ver, incluso con esos tonos violetas que tan nítidamente delimitan el contorno de las nubes.

Vegetaba tranquilamente distrayendo mi atención entre el paisaje y el trabajo del doctor -nada que fuera a matarme, pero si lo suficientemente aparatoso para limitar mis movimientos-, convertido en náufrago de mi propia mente, divagando sobre mi viejo y querido reclinable. La modorra parecía ganarme cuando comenzó a timbrar el celular.

El mensaje era de Ella, siempre Ella, cuya presencia en la oficina parecía torbellino, eficiente sí, pero con la energía del caos latiendo en sus entrañas, imposible de ignorar; una voz melosa y educada con ese timbre tan suyo, algo impaciente y con ligera tendencia a la perfección (si ella leyera estas líneas seguramente me miraría con las cejas levantadas preguntando con cierto énfasis “¿ligera?”; no le gustan las medias tintas, es o no es, ¡punto!); corrijo lo dicho: algo impaciente y perfeccionista. Muy humana, pues. Su piel blanca, lunar, hace resaltar sus pecas y esa pelirroja melena que más parece arder bajo la fría luz las lámparas led de la oficina. Su mirada que de inocente solo tiene la fachada, muy buena, por cierto, con sus ojos de un color que aún después de haberlos tenido tan cerca como para contar las miodesopsias que habitan en ellos no puedo definir, en parte por mi eterna distracción y mi extravagante memoria, pero también por la intensidad con que te miran, ¿quién se fija en el color del sol cuando su luz te encandila? Su presencia física es solo parte de su encanto, lo que realmente te seduce, te atrapa, es su líbido, que bordea en la ninfomanía, y su maestría para explorarse a sí misma circunnavegando cada rincón de su cuerpo creando un mapa que ella dibuja y redibuja con devoción añadiendo detalles y puntos de interés en cada nueva vuelta. Por supuesto que nada de esto sabía yo cuando sonó el teléfono, ¡oh, vaya que era un completo lerdo en la materia! Como aquel marinero de agua dulce, que se enlista en el puerto de Barrameda y termina en uno de los barcos de Magallanes. ¡No tenía ni meretriz idea de la aventura que me esperaba!

“¿Sigues en esta tierra o qué fue de ti?” -escribió junto con un emoji de una carita preocupada que no le va mucho- “Espero que realmente estes descansando”. Yo estaba hastiado, al igual que Bart Simpson o L.B. Jefferies para los más exquisitos, así que le mandé una foto de la escayola y un breve texto “Aquí estoy, tieso y adolorido”. –“Querrás decir aburrido, supongo”, fue su rápida respuesta. La conversación arrancó ligera y versó sobre todo y nada, alguno que otro chisme de la oficina, chismes profundos, aunque contados con los dedos (éramos pocos en ese trabajo), pero de pronto dio la plática un giro más cálido, como si lo frío de las pantallas nos diera permiso, o confianza, ¿qué sé yo?, de cruzar líneas que, en persona, cara a cara, nunca cruzamos.  Entonces preguntó por mi recuperación, a lo que le contesté “comezón, sanación o pudrición”. –“¿Y de ánimo?”-siguió preguntando. Le mandé un emoji que levanta los hombros. “Pobre”-escribió seguido de un guiño- “Si quieres te ayudo a distraerte”. Lo que pasó después me sacó de mi estupor. Su siguiente mensaje traía adjunta una foto, de esas que abres y solo puedes ver una vez: ella en una camiseta ajustada con el contorno de sus turgentes pechos desafiando la tela, su piel brillando bajo la tenue luz de la habitación donde ella estaba; un mechón de su rojo cabello asomaba por una esquina de la imagen, pero fuera de ese detalle nada había que  permitiera identificarla, el aire se atoró en mi garganta. –“Tu turno, vaquero”-fue su siguiente mensaje y el pulso se me aceleró como si hubiera corrido escaleras arriba en cuatro zancadas. Miré en derredor mío y a mí mismo buscando qué fotografiar; le envié una selfie, en penumbra, sin camiseta, donde se alcanzaba a ver una vieja cicatriz producto de una caída en bicicleta. –“Te hace ver rudo”-escribió y luego mandó otra foto suya: la camiseta levantada mientras la sostenía arremangada con la mano a la altura de los senos, usando el brazo para cubrir aquellos. ¡Vaya que esto escaló más rápido de lo que pensé!

La conversación dio un giro peligroso. –“¿Qué harías si estuviera ahí contigo?”. Su audacia me quebró y sólo pude escribirle “Te dejaría hacer de mi lo que quieras”. Pasaron uno o dos minutos hasta que mandó un audio que solo decía “¿en serio?”, seguido de otra foto que casi me tira del sillón: ella en ropa interior negra de encaje, con dos dedos sobre sus labios (luego te platico cuáles) y la mirada de sus penetrantes ojos clavándose como un puñal en lo más profundo de mí. –“Sigue”-escribió y yo, ya sin freno, le mandé una imagen más atrevida, cubriendo lo justo y ayudado por la penumbra. Escuchar su respuesta rematada con una carcajada descarada me dejó sin aliento: -“¡Madres! ¡eso es de tamaño de mi pasta de dientes!”. –“Be my guest”- le escribí. Ella sin pestañear (o así la imagino) mandó una foto con un tubo de Colgate recargado junto a la comisura de sus labios y con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas.

Los mensajes continuaron de aquí para allá y de regreso, como en partido de tenis, cada palabra más corta, más ruda hasta que Ella casi gritó “Esto no se queda así. Abre la puerta en 20 minutos”.

Eran las seis con cuarenta mientras pensaba “¡qué pantorrillas!”. El timbre sonó y tardé una eternidad y media en llegar a la puerta usando las muletas, cuando abrí ahí estaba Ella, pelirroja y letal, paciente:  - “Supuse que tardarías en llegar hasta acá con esa extremidad engarrotada” – dijo señalando mi pierna enyesada – “De otra forma no hubiera esperado tanto”.  Vestía una falda de no sé qué estilo, pero que se le pegaba a las caderas como si estuviera cosida a ellas, apenas conteniéndolas, y una blusa suelta que dejaba ver el encaje negro debajo, aprisionando sus exquisitos senos, pequeños, según ella misma describiría más tarde con una sonrisa burlona, pero con el tamaño perfecto para caber cada uno en una mano. Su aroma, mezcla de perfume (¿jazmín tal vez?) con cuero calentado por el sol (¿su bolso?), un poco de sudor y algo más que no supe identificar o que seguramente creí percibir en mi calentura, me cimbró aún antes que sus palabras: - “No te ves tan maltrecho para estar convaleciente” -dijo con su sonrisa que desarma mientras me hacía suave pero firmemente a un lado con dos de sus dedos (los mismos que usó para cubrir sus labios) y se invitaba ella sola a entrar en la casa. Sus botas resonando contra el piso mientras exploraba el departamento con la mirada se grabaron en mi memoria; afuera ya anochecía, pero aún había cierta claridad; el anochecer todo trataba de rivalizar con ella.


Cerré la puerta y avancé hacia el centro de la sala donde ella se había detenido. Ella no se movió un ápice, así que me acerqué hasta que estuve a la distancia de su brazo, las yemas de sus dedos rozaron mi pecho con estudiada crueldad, tan lenta y ligeramente que aquello era un castigo; se detuvo en mi vieja cicatriz, acariciando los bordes con la anticipada fruición con la que, no me queda duda, acaricia sus propios labios. –“Vamos a jugar rudo”- susurró con esa voz tan suya, capaz de herir y de sanar mientras te embriaga. Antes de que pudiera responder sus labios se hundieron en los míos, duros, hambrientos, con sabor a menta (¿pasta de dientes?) y deseo que no pide permiso. Sus manos bajaron, desabrochando mi cinturón con una pericia que delata experiencia. Me tomó por los costados y me guió con suavidad y firmeza hasta el sillón, empujándome contra él. El zarandeo final me provocó un ligero dolor en la pierna, no pude evitar hacer una mueca. Sus rodillas se hundieron en el cuero del sillón, apresándome en medio, reclamando su territorio. – “Me gusta cuando duele un poco, pero no quiero lastimarte, lo lamento”- su risita confirmó su gusto por lo rudo, por esa línea que pasea entre el placer y los albores del dolor. Me encogí de hombros, hace rato que ya no tenía palabras, solo deseo. – “Azul”- dijo y la miré sin entender. – “Si quieres que me detenga, en cualquier momento, solo di ¨azul´, ¿entendido?”. Asentí con la cabeza. – “¿Cuál es la palabra?”. Antes de que pudiera abrir la boca para repetirla puso sus dedos sobre mis labios (si, los mismos dedos, índice y cordial, de la misma mano, desde aquel lejano encaje negro). – “No, no la digas. En el momento que escuche ´azul´ de ti, sin importar lo que estemos haciendo me detendré, recogeré mis cosas, saldré por la puerta y nunca sabrás hasta dónde pudo llegar lo de hoy, ¿queda claro?”. Volví a asentir sin decir ni pío. – “Me gusta cuando callas… ¿sabes? Mientras más silencio guardes, mayor será tu recompensa, ¿juegas?”. Quise tomarla por la cintura y atraerla hacia mí, pero no pude, caí en cuenta que mientras la escuchaba hablar sacó algún tipo de arnés de su bolsa de cuero y me esposó las manos al sillón. Mientras me miraba con cierta sorpresa las manos atadas con ese artefacto mitad cadenas, mitad cuero, noté la pequeña vena que a veces me pulsa en la muñeca, parecían hipnotizarme mis propios latidos, volteé alrededor buscando mis muletas; Ella las tomó, las tiró al piso y las aventó a un lado con una de sus botas. De inmediato regresé la mirada a Ella y ella sin dejar de mirarme me interrogó con la mirada. Me supe derrotado, así que solo me recargué contra el respaldo y me relajé, suspiré y me encogí de hombros.

Ella se inclinó sobre mi, su roja melena alborotada, ocultándola en parte  mientras con sus dientes atrapaba mi lóbulo, mordisqueando hasta arrancarme un gruñido. - "No tan rápido", siseó mientras clavaba sus uñas en mi piel, rasgando ligeramente, comprobando los surcos rojos con los que marcaba mi cuerpo. Su libido era un volcán bajo control, si acaso tal cosa existe, y ella lo sabía; en cada gesto, en cada palabra altisonante que soltaba como si fueran caricias se adivinaba una hecatombe a punto de suceder, pero en vez de cien sólo había un animal que la sacerdotisa sacrificaba a la nívea Diosa de fuego.

"Mírame", ordenó y se apartó un poco, lo suficiente para que ella me mirase por completo a mi al tiempo que me agarraba con una de sus manos; me acercó hasta recargarme en la comisura de sus labios al tiempo que sonreía y asentía con la cabeza. Luego me soltó y retrocedió hasta la mesa frente  a mi, la ciudad de fondo como escenografía barata. Sacó de su bolso un juguete de silicona, negro y elegante, y lo sostuvo con la familiaridad de quien ha hecho del placer una ciencia.

Ella era una maestra de la autoexploración y lo demostró sin pudor. ¡Hombre, que si da clases se las pagan!. - "Toma nota y aprende", dijo con una chispa de malicia, la sonrisa ligeramente torcida mientras se recostaba ágilmente sobre la mesa. Yo estaba idiotizado, la falda subiendo por sus muslos blancos. La blusa extrañamente en su lugar. Sus dedos guiaron al juguete con precisión milimétrica, pero lo que me volvió loco fue su maestría para mojarse, para despertar su cuerpo a voluntad, una virtuosa de su propio placer.

Sus movimientos, lentos y pausados al principio, fueron incrementando en fuerza y celeridad, pero no linealmente; iba y venía sin aparentemente llevar ningún patrón, como si (se) tocara de oído, cada roce le arrancaba un suspiro que crecía en intensidad. Sus gemidos, crudos y sin filtro  - "¡oh, no mames!"- lo llenaban todo hasta que comenzó a jadear mientras arqueaba su cuerpo contra la mesa y parecía decidir entre recoger o estirar las piernas. Fue como si el mundo entero se rindiera ante ella. Gotitas de sudor perlaban su blanca piel. Y sus húmedos ojos, fijos en los míos, me ordenaban no desviar la mirada. Toda ella era agua.

Volvió a mi, radiante y algo sudada, para subir en mi regazo, sus muslos como tenazas tratando de romperme las caderas, como un cascanueces. La blusa se rindió al suelo, revelando sus altivos pechos, los rozados pezones tensos contra el aire fresco. - “No son la gran cosa, ¿verdad?”, susurró al tiempo que me los ofrecía,  ¡lo que hubiera dado por poderlos acariciar!. - “¡Métemela cómo si lo quisieras!”- ordenó, pero entre mi pierna rota y las esposas que me puso no es mucho lo que podía hacer. Ella lo sabía. Sus dedos se enredaron en mi pelo, tirando hacia si con fuerza, y sus caderas comenzaron a moverse en un vaivén que era fuego. Volvió a arañarme el pecho, las líneas rojas ardiendo bajo sus uñas, y cada “¡así!” que soltaba era un latigazo profundamente gutural que me empujaba al borde. Quería agarrarla con las manos, otra vez las manos, pero apenas alcanzaba a tocarla con las yemas de los dedos.

Ella aceleró, su cuerpo tensándose como un cristal a punto de romperse. "Más duro", gruñó, y obedecí como pude, mis manos apenas rozando sus caderas mientras ella marcaba con frenético ritmo ese torbellino de carne y deseo que me destrozaba. Sus gemidos, mezcla de placer y de dolor, se volvieron gritos, palabras rotas que salían desde sus entrañas —"¡Más, sí, así!"—, y el sudor que goteaba mojando mi pecho, la humedad con la que me empapaba en su bautismo... Cuando su respiración se quebró, su roja melena abarcándolo todo, el clímax la atravesó como un relámpago, su cuerpo temblando con una fuerza que me arrastró con ella. Fue un naufragio, una vorágine que hizo crujir el sillón ahogándome en ella que apagó la noche allá afuera.

Ella se quedó inmóvil, su peso anclándome al cuero, su pecosa piel brillando como mármol vivo. "Eres un puto desastre", dijo, con esa mueca que cortaba como vidrio, y yo, todavía temblando bajo su dominio, solo pude asentir. La noche seguía creciendo allá afuera tras el ventanal, indiferente, pero la verdadera oscuridad era Ella, y yo, yo solo era el idiota que se dejaba engullir por  ella.

Tan Ella como siempre

El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte; era un martes por la tarde, quizá miércoles o tal vez jueves, francamente no llevo cuenta de l...