Lo malo de los
antojos es que pierdes de vista los medios –no te importan- para fijarte sólo
en el fin. Si no me crees no te creo, porque todos tenemos antojos y a las
pruebas me remito, pero como la verdad hoy no tengo mucho humor para hacerte
polvo te daré cierta ventaja. Mientras nos ponemos de acuerdo en las
condiciones, he de platicarte el extraño caso de las fresas.
Hoy fue uno de
esos días en que, cosa curiosa, no había mucho que hacer en la oficina, así que
de común acuerdo decidimos que al menos por hoy no habría nada de horas extras
y saldríamos justo a la hora en punto. Así que, dicho y hecho, a la hora en
punto salimos rumbo a la vida –como si trabajar no fuera una especie de vida- y
eso lo cambió todo.
Pensé en visitar
algún amigo, pero de repente me ganó el cansancio acumulado y lo único que
desee fue encerrarme en casa bajo siete llaves; entonces recordé que por andar
en la visita de las Siete casas llevaba ya varios días sin cenar en la mía;
seguro que no habría muchas opciones para armar un menú decente, si por “decente” se entiende algo
más que atún enlatado, verduras enlatadas, chiles de lata y hasta duraznos
enlatados. Vamos, comida si había y por hambre-hambre, lo que se dice hambre no
moriría pero de repente se me antojó algo más fresco, algo así como fruta. A
media semana, con la urgencia de llegar a casa creí más fácil y rápido pasar al
mercado que meterse al estacionamiento del súper, agarrar un carrito y recorrer
toda la tienda hasta el fondo, donde según sus estudios de mercado debe ponerse
la comida para que uno tenga oportunidad de pasar por toda la sección de
chucherías del súper –por “chuchería” entiéndase “el resto de la tienda”-, para
coger una papaya, naranjas y cualquier otra fruta que me hiciera ojitos en el
camino. En el mercado bastó estacionar el carro en la calle y caminar unos
pasos hasta el puesto más cercano que tenía, igual que el resto, toda la facha
de un bodegón de esos que abundan en los óleos: montones de fruta por todos
lados y ordenados en una bonita cacofonía de colores –ya sé que escribir “cacofonía
de colores” es como decir “abigarrada sinfonía”, pero me gusta como suena-.
En realidad
tenía ganas de conseguir plátanos para prepararlos con leche en vez de crema
–el por qué plátanos con leche en vez de plátanos con crema es una interesante
y larga historia, luego regresaré a ella- pero estaban demasiado verdes; nada
tan sencillo como comprar una penca y esperar unos días a que terminaran de
madurar, pero los antojos no combinan muy bien con los periodos de espera. Papaya,
melón, mandarinas y un poco de guayabas tomaron el lugar de los plátanos. Ya
para pagar, y después del típico “¿qué más le doy?”, paseé la mirada por todo
el puesto por mera cortesía; entonces las vi, mi gran debilidad en la vida:
fresas con crema.
Obvio que
literalmente no eran “fresas con crema”, al menos no todavía, pero con ellas me
pasa como con Ella: basta con mirarlas para salivar con fruición e imaginarlas
saciando mis ansias por saborearlas –y que conste en actas que sigo hablando de
las fresas-. Por cierto, ahora que lo pienso, las fresas con crema no son mi
“gran debilidad en la vida”, por lo menos no son la única, ahí está también
Ella –no necesariamente en ese orden- y por lo menos 322 debilidades más, sin
contar las que adopte esta semana, pero el punto son las fresas.
Dos kilos por
treinta y cinco pesos. Supongo que es un buen precio, pero ¿para qué demonios
quiero dos kilos de fresas para mi solito? Digo, no tengo nada en contra de
pecar por gula, que dios me perdone, y en el pecado llevaría la penitencia –si
no me creen, intenten comer impunemente dos kilos de lo que quieran- así que
pedí menos fruta, medio kilo para ser precisos. Sin embargo las fresas estaban
de promoción y su precio era de treinta y cinco pesos por dos kilos; si yo
insistía podían venderme lo que yo quisiera, siempre y cuando no pase de dos
kilos, pero por treinta y cinco pesos. El prudente, el avaro, el goloso y hasta
el tesorero que hay en mí convocaron una
reunión de emergencia: Tesorero decía que por el mismo precio más convenían dos
kilos que la mitad de uno; Goloso miraba
suplicante a los otros tres sin entender el por qué de la discusión; Avaro se
preguntaba si podría acabarme las fresas antes de que se descompusieran y
cuando los tres voltearon a ver a Prudente, este puso cara de “por mi ni se
detengan”.
Ya en el carro y
rumbo a la casa caí en la cuenta de que hace meses no tengo azúcar en la casa,
de que para hacer “fresas con crema” también necesito crema y de que para el
caso no tengo un traste con tapa lo suficientemente grande para guardar dos
kilos de fruta en él. O sea que, por no pensarlo antes de salir del mercado,
tendría que hacer otra parada para conseguir lo que faltaba. En medio del
tráfico, mucho más pesado que de costumbre, pensé en la mejor ruta para comprar
en el súper más cercano de paso a la casa; cuando llegué ahí me seguí de largo
ante la pereza de volver al tráfico al salir de esa tienda. Estuve a punto de
irme derecho a la casa, pero las fresas con crema son “las fresas con crema”. De cualquier modo, hay otro súper no tan
lejos de mi ruta pero a unos metros de la vía rápida que lleva a mi casa, es
decir, con poco tráfico; hacia allá me dirigí.
Azúcar, crema y
un tupper; la lista de compras más fácil de toda la historia. Si, Chucha, ¡cómo
no…! Terminé comprando hasta shampoo –digo, hay que aprovechar esas vueltas al
súper-. De la lista original, lo primero que encontré fue la crema. Frente a
dos kilos de fresa los vasitos de 200ml parecen una mala broma, no sirven ni
para tapar una muela; los de 450ml se ven más decentes y pueden dar la pelea
pero seguramente tendría que comprar dos, así que escogí uno de 900ml. Al ver
el tamaño del bote me dio miedo, llevo ya tres kilos para preparar un antojo
para una persona y todavía falta el azúcar, pero para eso y muchas cosas más
soy como una bola de nieve: una vez que empiezo a rodar… hasta donde llegue.
Tal vez sería buena idea comprar dos de 450 para que no se echara a perder la
crema, aunque luego pensé que primero se fermentaría la fruta antes que la
crema estuviera incomible. Me aferré al bote grande. El azúcar… un paquete de
un kilo que me acompañará mucho, muchísimo tiempo después de que se acaben las
fresas, la crema, la papaya, el melón, las mandarinas y hasta el shampoo que
compré ese mismo día. Por cierto, el azúcar la tienen junto a la sección de
frutas donde, cosa de notar, las fresas brillaban por su ausencia, ni siquiera
las que luego tienen en la sección de refrigerados, esas que vienen muy bien
escogidas en cajitas plásticas con mil rendijas. Mi pequeño avaro-déjenme creer
que es pequeño- brincó de júbilo al saber que tenía un pequeño tesoro que
nadie, absolutamente nadie de los cientos de personas en aquella tienda podría
obtener ahí; Aguafiestas sólo pensó “pasillo de congelados, sección de frutas,
bolsas de medio kilo de fresa
congelada…”; a Avaro no le simpatiza Aguafiestas.
Al pasar junto a
las lechugas sonó una de las incontables campanitas pavlovianas que pueblan mi
vida: las lechugas –y por supuesto las fresas- se remojan en agua con
desinfectante. Todo mundo sabe que en los súper el desinfectante para frutas,
ese que tiene plata coloidal, debe ir precisamente en la sección de frutas, en
las esquinas de los grandes exhibidores, junto a los rollos de bolsa y las
básculas; todo mundo lo sabe excepto los del súper. Tuve que preguntar dónde y
me mandaron al pasillo seis –“para mayor referencia el que está después del
pasillo cinco”, según el empleado, muchas gracias-.
Al llegar a casa
tuve que bajar las bolsas del mercado, las del súper y una computadora que
traía paseando en el carro; acomodar la fruta, el mandado y la máquina en su
lugar; sacar al perro a pasear, servir su comida, cambiarle el agua y darle sus
cinco minutos de atención que, la verdad, creo le sirven tanto al animalito
como a mí. Con el cansancio que traía, después de eso lo normal hubiera sido
unos roles chopeados y a dormir,
pero estaba tan cansado que estaba dispuesto a pasar por alto mi ritual previo
a soñar –me refiero a los roles chopeados- y mandarlo todo al demonio, fresas
incluidas. A las fresas por lo menos hasta al día siguiente.
Me gustaría
decir que mis pecados capitales son todos unos titanes y que se desato una
batalla campal entre los dos que me reclamaban en ese momento; lo cierto es que
Pereza nada, pero nada tiene que hacer frente a Gula y, de cualquier forma,
sospecho que fiel a su naturaleza Pereza se dejó ganar, ¡qué flojera ponerse al
brinco! Además, tumbarse en tu sillón favorito a matar el tiempo con un plato
de tu postre favorito en la mano bien vale la pena un poco de trabajo, sobre
todo si al final satisfaces a dos, ¿para qué batallar? Cada quien cede un poco,
nadie pierde y todo mundo feliz y contento. Y luego hay quien dice que no se
puede llegar a acuerdos…
Inicié el rito
de lavar y quitarle los rabos a las fresas, a dos, si, a dos kilos de fresas,
aunque lo primero fue enjuagar el dichoso tupper; el lavado me llevó no sé
cuanto tiempo y al terminar descubrí contento que mi ojo de buen cubero no anda
tan errado porque el traste que compré fue del tamaño perfecto para guardar toda
la fruta. Entonces hubo que usar el desinfectante y esperar los quince minutos
más largos, desesperantes y aburridos de los que tenga memoria.
Hablando de memoria,
desde que tengo uso de ella, en casa de mi madre a las fresas se les espolvorea
con azúcar antes de meterlas al refrigerador, para que duren más según creo
recordar; nunca lo he puesto en duda ni he tenido la curiosidad por comprobar
el caso contrario, así que lo mismo hago en la mía. Como sea, con el azúcar las
fresas sueltan más jugo que, al combinarse con aquella, hace un jarabe que es
la delicia de cualquier glotón que se precie.
Finalmente
lavadas, desinfectadas, espolvoreadas y guardadas en su traste, pude tomar una
porción generosa -¿para qué ser pichicato?- para prepararla a mi gusto; caí en
la cuenta de que necesito comprar un machacador, ese utensilio que es un disco
de acero inoxidable con incontables agujeros unido perpendicularmente a un
mango con el que, generalmente, machacan los frijoles y que, en mi experiencia
y después de incontables tenedores doblados, es excelente para machacar fresas,
sobre todo cuando son muy frescas y están más firmes y duras. Las tuve que
cortar en cuadritos con la ayuda de un cuchillo y, ya en pedazos pequeños, fue
más fácil aplastarlas.
Habrán pasado
unas tres horas desde que la marchante preguntó “¿qué más le doy?”. Tres horas
de malabares e imprevistos, de buscar medios para llegar a este delicioso fin:
un gran plato lleno de fresas –machacadas- con crema. Justo ahora que le doy
gusto al gusto ¿qué me importan en este instante el pasado y el futuro? Sobre
todo si lo que he vivido hasta el momento, y no sólo las últimas tres horas, me
ha puesto frente a este particular manjar y todo lo que viva después, empezando
por los minutos que vengan en seguida del plato, me encontrarán con el gusto
satisfecho. Si eso es pecar –Orgulloso por rebelde y vanidoso quiere creer que
si- me declaro pecador, lo cual me obliga a incluir el pensamiento ocioso como
la debilidad número 323 en mi vida porque ¿qué demonios tienen que ver las
fresas con los pecados?