diciembre 04, 2011

Tarjetas de Presentación ©


A LA (PROPIA) ESTUPIDEZ HUMANA... 

Se ha metido a buscar un vestido beige de tela plisada y manga corta que le llega, según platica, justo por arriba de la rodilla; el vestido perfecto por lo que de él dice. Sólo que hay un pequeño problema: está agotado y, aunque lo pueden resurtir y tenerlo listo en un par de días, Ella lo necesita hoy, no mañana ni pasado mañana, sino hoy. Sin perder el ánimo comienza a buscar entre los aparadores alguna otra prenda que la haga ver “más caderona”; “Porque ya sabes que hay mujeres que sufren por tener mucha cadera cuando yo hasta brincos diera por tener más” –fue lo que dijo sin apartar la vista de las decenas de vestidos colgados por toda la tienda-. ¿Más cadera? ¿Qué entenderá por más cadera? Porque desde donde yo la veo no necesita brincar para conseguir nada, mucho menos “más cadera”. Vamos, viste unos tenis de lona gris con un pantalón de mezclilla deslavada y una blusa de escote recto, quizá demasiado escotada –y  que quede claro que lo menciono no por remilgoso; en vísperas de invierno ¿quién en su sano juicio puede protestar ante la cálida promesa de su pecho?- pero aquí lo importante es su pantalón, llamativo no por lo deslavado sino por la suave forma en que se amolda a su linda cadera –que según Ella no tiene-  y a su hermoso cuerpo, ese delicioso cuerpo que brincos diera yo por tener. Insisto, ¿por qué cree que necesita más cadera?

La chica de la tienda, sin amilanarse por no tener el vestido plisado, entrecerró un poco los ojos mirándola a Ella de arriba abajo, como si estuviera escaneándola;  tras pensarlo un poco comenzó a mostrarle vestidos que por alguna razón Ella aceptó sin vacilar –le han gustado todos, pues-. Con cinco o seis de ellos bajo el brazo agarró camino hacia los probadores mientras yo la seguía unos pasos atrás perdido en el vaivén de su caminar. Quiere probarse cada uno para que le ayude a escoger el que se le vea mejor. Puestos a elegir, prefiero verla quitarse y ponerse cada uno de los seis o siete vestidos, ¿qué me importan a mí la moda, la tienda, la boda de mañana o toda la ropa con la que se ha metido en el vestidor? Por un instante he estado a punto de seguirla detrás de la cortina –dentro del pequeño cubículo- si no ha sido por la vendedora que cerró el paso y me miró condescendiente, con la misma sonrisa que le diriges a un niño que quiere comerse su postre favorito antes de tiempo; sin embargo no me ha quitado del último punto al que llegué, justo a la entrada de los probadores desde donde puedo ver el cubículo que encontró. Y ahí estoy, esperando paciente y curioso el primer cambio de vestuario; y ahí está Ella, a tres metros de mí tras una cortina y en ropa interior…

El primer vestido es del color de su piel y creo que mi reacción ha sido muy obvia porque lo primero que dijo fue:

-Te gustó.
-Si, pero…
-Parece que ando desnuda ¿cierto? –en lo personal a mi me fascinó por eso; por lo visto a Ella no.
-Quizá si estuvieras más bronceada…

El segundo vestido era idéntico al anterior pero en color azul marino; perfecto aunque no le gustaron los tirantes de la espalda: demasiado gruesos y sin chiste. Del tercer vestido sólo recuerdo que dejaba al descubierto su espalda toda, como el mejor libro escrito en braille y abierto de par en par: hay que tocarlo con las yemas de los dedos para poderlo disfrutar. Con el cuarto comentó lo mucho que batalló para cerrar el cierre que “empieza justo aquí”, dijo mientras metía la mano izquierda entre las pompas señalando el mentado cierre. ¿Acaso cree que soy de piedra? ¿O es sólo su manera de volverme loco? Porque bien sabe que una sonrisa suya basta y sobra para derretirme. Lo mejor del quinto fue su larguísimo cierre que ni ella misma conseguía subir, así que se acercó a mí con algo más que la espalda al descubierto; ¡maldita sea mi suerte! yo ahí, al lado de Ella en medio de una tienda atascada de gente subiendo el infinito cierre en vez de bajarlo. Después de modelarlo y meterse de nuevo tras la cortina, tuvo que salir para que le ayudara otra vez con el cierre, pero sólo me permitió bajarlo hasta media espalda antes de zafarse de mi y salir corriendo a la seguridad de su probador ¿…algo que adivinó en mi mirada?

Con un gesto sexy –que con ninguno de los otros vestidos hizo- descorrió la cortina de su cubículo para presumir el último vestido, a todas luces EL VESTIDO; así que cuando preguntó “¿Cómo me veo?” lo más honesto que pude contestar fue “Deliciosa”.Por un instante respingó, como si no esperara una respuesta tan franca, pero de inmediato recuperó su aplomo y siguió modelando el vestido, satisfecha no sé si de si misma o del comentario.

Eso fue ayer; hoy acordamos que la recogería –que pasaría por ella, quiero decir- en la estética de su amiga, en una plaza muy bonita aunque algo escondida. Llegué justo cuando le estaban colocando el enésimo pasador en el cabello. Y que conste que no pretendo hacer burla del número de pasadores, por lo menos no del efecto que logran con ellos. Como aún no terminaban, tuve que tomar asiento en el único lugar que quedaba disponible, junto a una mujer que esperaba su propio turno con los pasadores. Desde donde estaba sentado podía verla a Ella por duplicado: por la espalda y exactamente de perfil a través del espejo que tenía enfrente de mí. El maquillaje que le están aplicando resalta la mirada de sus ojos y el húmedo color rojo del labial invita a bebérsela a besos. Primera vez que la veo quieta mientras habla –no es queja, sino fascinación- pues tiene la costumbre de acompañar sus palabras con gestos de las manos y del rostro; sin embargo, se deja maquillar muy quieta sin dejar de hablar muy animada con su amiga –la dueña de la estética- con las manos entre las piernas y la expresión relajada. Sus ojos son un torbellino que va y viene al compás de sus palabras; creo que batalla para frenar su natural impulso de moverse al platicar, pero no quiere estorbar el trabajo de la profesional y se deja hacer.

Después del último retoque, ha pedido permiso para subir al segundo piso y ponerse de una vez el vestido, el de ayer que la hace ver deliciosa. Antes de bajar nos ha dicho a todos que, por favor, no nos fijemos en los zapatos pues –“obviamente” según dice- no son los que hacen juego con el atuendo. ¡Por lo que me queda de vida! ¿Quién demonios se fija en los zapatos teniéndola enfrente a Ella? Yo no, aunque supongo que lo dice por el resto del mundo: el que está más allá de las puertas de la estética, aquí dentro sólo hay  gente que la aprecia de una u otra forma. Francamente no quiero mirarla; de por si despierta en mí un torbellino de sensaciones por el sólo hecho de “ser” y hoy que viste un atuendo de “mírenme” batallaré para frenar mi natural impulso de tomarla en brazos y dejarme llevar; no quiero avergonzarla en el trabajo de su amiga así que sólo volteo a mirarla con la mejor sonrisa sin moverme de mi lugar.

Por alguna razón, al sonreír me imagino tener la mismísima expresión del gato –cuyo nombre no recuerdo y creo es de color morado- que sale con Alicia, el gato aquél que aparece y desaparece en el País de las Maravillas. Ya sé que el gato nada tiene que ver con el momento, pero es pensar en el gato o tomar consciencia de las suaves curvas de su cuerpo, mejor dibujadas por el vestido, mientras Ella baja la escalera.No puedo evitar la urgencia de mirarla toda y compararla con su aspecto diario: se ve tan atractiva como siempre.

Minutos antes de salir de casa y pasar por ella encontré unas tarjetas blancas en el librero, del tamaño de las de presentación. No recuerdo por qué las tengo, pero al verlas se me ocurrió la idea de escribir frases cortas en ellas a manera de dialogo. Poco tiempo atrás leí un libro donde uno de los personajes se comunicaba de esa forma en las temporadas en que no quería hablar: si alguien se dirigía a Blanca –el personaje del libro- ella sacaba pluma y tarjetas, escribía una respuesta y se la daba a leer a su interlocutor. Eso es fácil pues escribes en el momento; pensé que sería más divertido escribir de antemano las respuestas y simplemente sacarlas conforme se fueran necesitando, sin pronunciar una sola palabra y sin perder el hilo de la conversación, como un truco de magia, ¿cuánto tiempo se podrá mantener ese juego antes de que la plática se vaya por otro lado? El problema es que iba con el tiempo justo para sentarme a escribir nada; tomé las tarjetas y me fui rumbo a la estética, pero aprovechando que llegué quince minutos antes de lo prometido –bendita ausencia de tráfico-  me paré a unas calles del negocio y empecé a escribir en ellas; ojalá se me hubiera ocurrido antes, para escribir más cartones, porque fueron solo diez o quince.

El plan era no decir absolutamente nada una vez afuera de la estética y seguir así hasta subirnos al carro y arrancar rumbo a la boda, sacar la primer tarjeta con un escueto “HOLA” cuando preguntara por mi mutismo y empezar el juego del que Ella no tenía ni la más remota idea –ese era parte del chiste- pero entonces hubo un pequeño imprevisto: los zapatos que hacían juego estaban en casa. Nada serio, sólo había que pasar por ellos, pero ¿cómo iba a guardar silencio en el trayecto por los zapatos que los diálogos en las tarjetas no contemplaban? Me sentí como niño que aún no puede jugar porque le acaban de decir que el recreo se aplazó por causas de fuerza mayor. No me quedó más remedio que hablar.

Confieso, pero no se lo digan a Ella, que de todo su atuendo recuerdo hasta el último detalle excepto por los zapatos. Por más que hago memoria no me puedo acordar de ellos; en mi defensa sólo puedo decir que pasé una excelente  velada en su compañía –en la compañía de ella, ¿los tacones qué?-. Y lo mejor de la noche fue el trayecto hacia la fiesta, las tarjetas fueron un éxito rotundo y quedó encantada: a todo lo que ella decía pude contestar sin decir una sola palabra hasta agotar la última tarjeta. Aunque al mostrarle la primera entrecerró los ojos para mirarme como si estuviera loco. No puedo culparla, el 99% de las personas que me conocen están dispuestas a afirmar bajo juramento que si lo estoy, el otro 1% está irremediablemente equivocado.

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