enero 16, 2012

Los Extraños caminos del parque Montebello © (parte 4 de 4)

A la memoria de Venn I. Río

(Aquí puedes leer la parte 3 de 4)
(Aquí la parte 2 de 4)
(Aquí la parte 1 de 4)



Esa es la tía Tere con todo e historia. Si he contado sobre ella, Carlos, Susana y sus perros es porque mencionarlos tanto en mis pláticas fue el origen de lo que finalmente pasó en mi casa. Julián y yo discutíamos mucho el tema entre nosotros y también con mis papás –por discutir quiero decir comentar y darle muchas vueltas al asunto de los perros, no pelear por ello-. Creo que se puede saber mucho de las personas por la forma en que se relacionan con sus mascotas; Julián no está convencido.

Como sea, a partir de esas discusiones mis papás se sentaron a platicar entre ellos; del resultado de esa plática y la que después tuvieron con nosotros nació mi presente obsesión. ¿Me pregunto dónde podré conseguir una Smith Corona? ¿O tal vez una Underwood? Sí, creo que una Underwood sería más apropiada. Aclaro, esos nombres raros nada significaban para mí y tampoco sabía nada sobre máquinas de escribir; para eso existe el bendito internet –¿me está escuchando, Profe? más rápido que ir a la biblioteca-, aunque hay que buscarle un poco porque también hay mucha basura –Profe, ya no escuche-.

Supongo que pude decir lo que sucedió en mi casa sin entrar en antecedentes, pero contarles toda la historia explica mejor el origen de lo que pasó. El problema es que empiezo a platicar y me disperso como si mis cabras se fueran al monte… pero con todo y pastor ¿ya lo notaron?

¿En qué estaba…? ¡Ah, sí! ¡La plática entre mis papás! Mamá nos mandó a Julián y a mí a su cuarto –el de mis papás, no el de Julián- por ser el más alejado de la cocina.

-Papá y yo tenemos que hablar –fue lo único que dijo.

Julián tenía razón al decir que ninguno de los dos se veía molesto ni había actuado raro en las últimas semanas; no tenían motivo para pelear, pues. Tampoco se acercaba el cumpleaños de nadie, ningún aniversario –bueno, eso tendría que confirmarlo con mamá, ella es buena con la fechas-, vacaciones, nada. Ni a Julián ni a mí nos debían premio ni sorpresa alguna; ya saben, alguna de esas cosas con las que siempre quieren comprarnos. Es decir, tampoco tenían motivo para alejarnos mientras planeaban nada con lo cual sorprendernos porque sencillamente no había nada que planear. ¿Cómo es posible que sepamos cuando nos van a dar una sorpresa? Ese es el punto: mis papás son súper predecibles. A veces me dan ganas de aprovecharme pero me remordería la conciencia; en realidad son simpáticos –cuando quieren-, aquí el punto es que son predecibles. ¿Por qué, entonces, ninguno de los dos sospechamos que habría una reunión de cocina tan inesperada? ¿De qué carambas estaban hablando?

Y ahí estuvimos los dos sentados en la cama de mis papás, con cara de tontos al descubrir que a veces todavía son capaces de sorprendernos, hasta que nos acordamos del play. Mi papá recién había comprado una enorme pantalla plana y egoístamente la puso en su cuarto; Julián logró convencerlo para que le permitiera conectar su consola ahí a cambio de un horario más estricto para jugar. No fue mal trato: los juegos se ven increíbles y las bocinas ¡guau! suenan de fábula.

Estaba lloviendo cañón, con el ruido del agua quedaba descartado cualquier intento por espiar a mis papás. Y ya que estábamos en su cuarto –porque ellos nos mandaron ahí- no podíamos desperdiciar la oportunidad: jugamos uno de esos títulos tetos que tanto le gustan a Julián –a mí también, pero jamás se lo pienso decir-. Mis papás se aventaron una larga plática, lo suficientemente larga para terminar el nivel en que nos atoramos por más de dos semanas. Cuando finalmente nos llamaron para cenar seguía lloviendo y los dos se veían bastante inquietos.

Para la cena hubo sincronizadas, quesadillas y tacos de camarones –con tortillas de harina, tienen que probarlos-, salsa pico de gallo, un poco de ensalada de frutas que sobró de la comida y pan con leche –ya que menciono los panes, mi papá llevó unos rellenos de higo; nada mas de acordarme hasta se me hace agua la boca: recién hechos, esponjosos y chorreando la misma miel de la fruta… para chuparse los dedos-.

Para no hacerles el cuento más largo, resulta que mis santos padres interpretaron mis comentarios muy a su estilo. ¡Vaya que consiguieron sorprendernos a Julián y a mí! ¡Un perro…! ¡Nos van a regalar un perro…! No pude evitar mirar a Julián; él sólo se encogió de hombros y me lanzó su mirada de “si te ofrecen algo, acéptalo”.

Mis papás acordaron que nosotros elegiríamos la raza –“siempre que sea razonable”- y el nombre del perro. Yo dejé en claro que el nombre no me preocupaba tanto y que sería feliz si podía escoger su perrera. Los tres me vieron como si estuviera loca, pero ya me la estoy imaginando: la típica casita de perro, en color rojo y si es de madera tanto mejor. Para eso quiero la Underwood, para ponerla sobre el techo de la misma. Ahora que si el perro pudiera ser un As de la Primera Guerra Mundial… bueno, pues eso sería la bomba.

Ya lo sé, suena muy raro lo último que he dicho. La culpa es de mi madre y su obsesión con las tiras cómicas, algo se me pegó. Si por ella fuera, Julián se llamaría Carlitos y yo sería Sally. ¡Vamos! si al perro ya lo quería llamar Snoopy.

Obvio que no pienso buscar una máquina de escribir y mucho menos ponerla en el techo de la perrera, ¿qué culpa tiene el perro? Con todo, si quiero conseguirle su casita roja, me parece divertido. En fin, estuvimos platicando en la cocina mucho después de la cena; negociando y acordando las obligaciones y derechos que tendría cada uno con el nuevo integrante de la familia, planeando a detalle todo lo que tendríamos que hacer, eso les encanta a mis papás.

Hoy es sábado y el abuelo nos acompaña, vamos rumbo al criadero de perros que le recomendaron a mi papá; él y mi mamá son los más emocionados, Julián disimula bien su alegría y todos insisten que la idea fue mía; no mi abuelo, él sólo sonríe con complicidad y me guiña un ojo –Alma y yo somos sus nietas favoritas-. Siento el nerviosismo de los demás en la camioneta del tío Saúl; en nuestro carro no cabía la jaula que le pedí prestada a Carlos para recoger al perro –mi querido amigo aprobó que usara sus métodos y no los de Susana para transportar al animalito-.

Es nuestro segundo viaje. La semana pasada fuimos a comprar la casa de madera, aunque sólo la encontramos barnizada y tuve que pintarla de rojo; en el fondo no creí que se viera bien de ese color pero a todos les gustó como quedó, a mí también. Aún no escogemos el nombre, acordamos que sería buena idea conocer al perro y su temperamento para luego encontrarle uno.

¡Lo que hace la gente por una mascota! Todavía no la tenemos y ya modificó la forma en qué nos comportamos: papá compró un costal de croquetas para cachorro, huesos de carnaza, platos, juguetes y habla de consultas con el veterinario; mamá consiguió un montón de libros y revistas sobre perros; Julián es la novedad en su salón y hasta hizo un calendario de visitas para que sus amigos conozcan al perrito; yo soy la loca que pintó de rojo la casita de madera, ¿recuerdan? Todos hablan de las nuevas aventuras que tendremos con el perro; sin embargo, lo que más me inquieta es saber cómo lo trataremos y qué estaremos reflejando con ello…

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