octubre 13, 2011

Hablando de Vacas Pardas, Sapotote©


  Hace tiempo descubrí un viejo libro de fotografía en el librero, “Conoce tu Cámara Reflex”, editado en 1977. No tengo la más remota idea de cómo pudo haber llegado ahí. Es un breve y sencillo manual cuyo propósito es explicar el ABC del funcionamiento de esas cámaras, cuya popularidad “{se ha incrementado}…a lo largo de las dos últimas décadas” y es “…la más utilizada, tanto por los profesionales como por el aficionado”. Es decir, un libro sobre cámaras fotográficas prehistóricas, de esas que usaban rollos de 35mm con 12, 24, 36 ó 48 exposiciones que luego mandabas revelar para descubrir que la mayoría se había velado, estaba fuera de foco, mal encuadradas o mostraban el hermoso pulgar del fotógrafo. Aquí entre nos, apuesto que el mentado pulgar era el sujeto más recurrente en las fotos del  aficionado promedio. Con las cámaras de hoy debe ser cualquier otra parte de su cuerpo, pero hoy con toda la intención: un ojo, un brazo, la cara completa en un ángulo muy extraño, un torso… sólo miren la foto de perfil o el avatar de muchos de sus conocidos.

 Sea como fuere, y debido a éste maldito vicio de leer cuánto cae en mis manos, sólo era cuestión de tiempo antes de por lo menos darle una hojeada al libro de marras. El libro trata de “…los principios básicos y los conceptos de la fotografía…” y “…de las funciones que son comunes a todas las cámaras”. Para mi deleite descubrí que “todas las cámaras” incluso aplica para mi cámara digital. Ciertamente las modernas digitales tienen un sinfín de ajustes automáticos (modo de escenas, fuegos artificiales, playa, retrato, auto-retrato, texto, museo, panorámica, video, ISO, detección de rostros, ojos rojos y lo que gusten), por lo que basta con dirigir la cámara hacia lo que deseamos fotografiar y apretar el botón pues el aparatito hará el resto por nosotros. Los más curiosos –levanto la mano- habrán descubierto que la ruedita dentada tiene incluso una P y una M para hacer ajustes manuales en la cámara. Y es aquí donde el libro del que hablo entra en escena: grano (megapíxeles) y sensibilidad (ISO) de la película, velocidad de obturación (2, 1, ½,1/4, 1/8, 1/125, etc), abertura del diafragma (un numerito que en la pantalla de ajustes va precedido por una f), longitud focal, encuadre y demás.

 Confieso que no lo he leído a detalle como para comprender los diversos conceptos pero me queda claro que jugando con esos valores se pueden obtener fotografías increíbles, mucho mejores que las que se pueden conseguir confiando en los ajustes automáticos de la cámara por más avanzada que sea.


Ojalá me hubiera tomado ya el tiempo de leer a detalle el libro para conocer los conceptos detrás de los tecnicismos, pues la belleza de lo que dos días atrás me encontré justo a la entrada de mi casa, colgando del árbol que custodia la puerta de acceso, me cautivó lo suficiente para buscar la cámara y tomarle varias instantáneas.

 Regresé a casa en el momento justo después del atardecer cuando el sol ya se ocultó pero todavía hay algo de luz natural. Ese momento del día en que si tomas una foto sólo aparece lo que el flash alcanza a iluminar, lo que queda más atrás simplemente se pierde en las profundidades del negro. Tomé varias fotos en el modo automático pero ninguna me convenció. La blanca mariposa (¿o palomilla? no lo sé, no soy entomólogo) colgando de una de las verdes hojas del árbol, ambos emergiendo de entre las sombras, como si nada más existiera en el mundo. Esa era la foto que quería tomar, pero el ajuste automático insistía en usar el flash para iluminar la escena como si fuera quirófano, perdiendo la sutileza que pretendía captar. Después de la segunda foto con flash también me entró cargo de conciencia por deslumbrar al pobre insecto –si hasta para referirme a él lo tildo de pobre-, así que me puse a jugar con los citados ajustes manuales; simplemente fui cambiando el valor de los mismos de uno en uno y tomando una foto en cada ocasión: cambio de valor, foto, cambio de valor, foto. Si supiera qué es lo que le estaba ajustando con cada cambio estoy seguro que hubiera conseguido la foto que deseaba. Después de 20 ó 30 tomas –jamás hubiera tomada tantas con una cámara de rollo, benditas las digitales- decidí que era suficiente, ya las revisaría en la computadora para elegir las rescatables. Hasta ahí llegó mi interés por el insecto, bajé del carro la fruta que había comprado de regreso a la casa y seguí en lo mío. Como a las 11 de la noche cayó una fuerte lluvia, si la menciono es porque al día siguiente cobró una importancia súbita.

 Al salir por la mañana me topé de nuevo con la mariposa, ésta vez se encontraba en el suelo como a un metro del árbol del que colgaba ayer y, de cualquier modo, frente a la puerta de entrada. Estaba muy quieta y daba la impresión de estar húmeda, como si se estuviera secando-recuperando de la lluvia de la noche anterior. Tomé nota de su presencia y me subí al carro… recordé la cámara en la guantera y bajé con ella. Creí que saldría volando en cuanto me acercara, al no hacerlo reforzó mi idea de que esperaba al sol para secarse con él. Me puse a buscar el mejor ángulo para retratar al bicho: al norte saldría mi carro de fondo, al este la casa del vecino y al oeste la mía por lo que eso me dejaba al sur como opción. Puesto que la mariposa estaba a ras de piso, la foto tendría que ser al mismo nivel. Así que ahí estoy de rodillas, a unos cuantos centímetros del insecto y con la cámara recargada sobre el piso, mirando a través de la pantalla muy concentrado en lo que hacía. De repente sentí movimiento en la calle y voltee la mirada para ver la causa: era una de mis vecinas acompañada de una hermosa mujer que no había visto antes. Supongo que ellas ni siquiera vieron a la mariposa y tal vez ni la cámara, así que debió resultarles raro ver al vecino a gatas en frente de nada, arrodillado con un pantalón claro sobre la húmeda banqueta. Mi vecina se puso ligeramente colorada y de inmediato dijo “vamos a la tienda”, como disculpándose por haberme sorprendido así. Las saludé, tomé nota de su acompañante –algún pretexto tendré que idear para visitar a mi vecina y preguntarle por ella- y seguí en lo mío. Por detalles como ese la gente que me conoce está dispuesta a asegurar que estoy un poco loco, así que me esperé a que se alejarán para sonreír por lo absurdo de todo sin riesgo de confirmar sus creencias.

 Quizá tomé otras 20 fotos cuando escuché al camión repartidor y decidí que tenía suficientes. Ya me iba cuando reparé que el escape del carro daba justo sobre mi sujeto, quien además se encontraba a la sombra de la casa; antes de medio día el sol no pegaría en esa zona. Intenté subirlo en una ramita que encontré cerca pero no se dejaba. En un arrebato de buena voluntad le puse la mano y, después de varios intentos en que aleteaba un poco para alejarse, por alguna razón entonces sí se subió; la sensación fue extraña, como si estuviera enganchado a mi piel. Busqué un lugar con sol, cerca de unas plantas y deposité al bicho que de inmediato se bajó de mi mano. Asunto terminado, adiós.

 Por la tarde revisé las fotos y me deshice de la mayoría (antes guardaba todas, ahora solo conservo las que de verdad me gustan). Viendo las fotos, el pequeño y peludo insecto sale inclinado hacia su lado derecho; pensé que fuera el ángulo de la cámara pero en todas se ve así, tal vez los efectos del torrencial aguacero. Esa misma noche volvió a llover y por la mañana, al salir de casa, la similitud con la el día anterior me hizo buscar a la multicitada mariposa; obvio que ya no estaba, me encogí de hombros y seguí con mi día.  

 Hace rato, al regresar del trabajo y querer estacionar el carro vi una mancha blanca frente al zaguán ¡sorpresa! mi pequeña vecina. Jamás había visto a la misma mariposa en el mismo lugar haciendo lo mismo durante tres días seguidos; no puede ser normal. Después de tantas “aventuras” juntos no podía pasarle el auto por encima. Con menos asco y remilgos –soy 100% de ciudad y la impronta del asfalto me hace recelar de cualquier cosa que huela a naturaleza- le tendí la mano a donde subió de inmediato. Pensé depositarla al pie del árbol en que la conocí pero la ingente cantidad de hormigas que pululaban por la zona me hizo dudar ¿qué si se le van encima? Y entonces realmente la miré. Tiene los extremos de las alas muy maltratados y algunos pequeños agujeros por aquí y por allá. Parece que tiene dos pares de alas, no estoy seguro pero no me atrevo a hurgarla; una de las superiores se ve desgastada, como papel de china delgado a punto de desintegrarse. 

 Definitivamente se inclina hacia la derecha, como si le pesara el cuerpo, aunque juraría que una de las patas se le ve más corta. No respondo por el resto de la humanidad pero qué metiche soy a veces con los asuntos de la naturaleza, queriendo cambiar el curso de los acontecimientos o reflejando emociones en la existencia de seres de otras especies. Debe ser de lo más normal y natural del mundo que la mariposa que no alcanza a guarecerse de una lluvia torrencial resulte tan maltratada que no pueda volar –tuvo todo un día para secarse, dos de hecho- y termine por servir de alimento a cualquier bicho o animal que encuentre delicioso un aperitivo de lepidóptero; no debe ser normal que un insecto que puede volar permanezca en el suelo tanto tiempo, al alcance de quién sabe cuantos predadores. ¡Pero no! Tenía que meter mi cucharota: el mundo se me hizo demasiado hostil, húmedo y frío para soltar por ahí a la pequeña trompuda. Pensé en la casa, seca y cálida.

 Con la mariposa en la mano izquierda saqué las llaves de la bolsa izquierda del pantalón con la otra mano –algo más fácil de escribir que de hacer-, abrí las puertas de la casa y   busqué un lugar dónde bajarla, pero ¡oh, sorpresa! ¡No se quería bajar! En esas andaba cuando me acordé del carro: botado a media calle –es una cerrada- con las luces prendidas, la puerta abierta y el radio encendido; eso sí, las llaves las traía en la bolsa, no hay que ser tan confiados. Volví a sonreír pensando en mi vecina y su guapa acompañante ¿Qué hubieran pensado de haber encontrado así el carro, abandonado de noche frente a mi domicilio? ¿Con las puertas de la casa abiertas de par en par y las luces de entrada, de la cochera y todas las que tuve a mano, encendidas? ¿Conmigo paseando tan quitado de la pena con una mariposa en la mano…? ¡Lo que daría por ver su cara!

 ¿Alguna vez han tratado de estacionar un carro estándar y dirección mecánica con una mano mientras en la otra sostienen una delicada mariposa aferrada a ver el mundo desde esa posición? Yo le doy un grado 8.4 de dificultad. De nuevo, dentro de la casa, intenté dejarla en una maceta que le escogí como albergue, pero sólo brincaba de una a otra mano sin querer bajarse de ellas. Sentado en el suelo frente a la maceta y practicando la virtud de la paciencia, de repente se me ocurrió escribir al respecto. Llevo ya un rato tecleando en la computadora y la mariposa, eternamente recostada sobre su lado derecho, no se ha movido un ápice de su maceta. ¿Cómo puede pasar tanto tiempo sin moverse? Creo que sería una excelente maestra de la meditación, por aquello de que el ejemplo arrastra. De lo quieta que está hasta parece foto; sería fabulosa jugando a las estatuas de marfil.

 ¿Y si ya está muerta? Porque los chismes corren rápido en el vecindario. Ahora me imagino al sapotote que vive en el jardín (literalmente un sapo enorme, más grande que mis dos puños juntos) vestido con su sombrero de copa, corbata de moño al cuello y su bastón de dandi;   relamiéndose los bigotes, exprimiéndose el cerebro pensando en un buen pretexto para tocar a la puerta y poner su mejor sonrisa preguntando, sin poder ocultar la ansiedad de su mirada, si de pura casualidad llega a tiempo para la cena…  


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