diciembre 26, 2011

Los Extraños caminos del parque Montebello © (parte 1 de 4)

A la memoria de Venn I. Río



Era una noche oscura y tormentosa, la recuerdo bien porque jamás había visto llorar a mi mejor amigo. No recuerdo la hora, seguro antes de las 8 o 9 pues no teníamos permiso de desvelarnos mucho, ni siquiera de salir solos. Regresábamos caminando a casa de Carlos; Paty –la mayor de sus hermanas- nos había llevado a ver una película, y mis papás pasarían por mí después de la cena. Tuvimos suerte con el agua, alcanzamos a llegar minutos antes de que comenzara a llover.

Beatriz –mamá de Carlos y quien insiste que la llame así, Beatriz- esperaba por nosotros a la entrada de la casa con una escoba en la mano, como si estuviera barriendo la banqueta; aunque a mí me pareció que se agarraba a ella como si fuera su salvación. En cuanto estuvimos cerca notamos su cara de tristeza, tan obvia que los tres callamos.

-¡Mamá! ¿Qué pasó? –preguntó Paty.

-…Croqueta…

Hasta ese día siempre me había doblado de la risa al escuchar el nombre de la perra schnauzer; me parecía demasiado bobo. Jamás se lo dije a nadie y, en realidad, siempre me aguantaba la risa pero cómo deseaba soltar la carcajada… hasta ese día en que “Croqueta” me sonó tan solemne. Carlos –con unos ojos estilo Bob Esponja a punto de soltar los lagrimones- miró hacia el rincón del patio donde estaba el plato metálico de Croqueta, luego hacia su mamá; Beatriz suspiró con tal sentimiento que quise correr a abrazarla, pero mi amigo fue más rápido.

De repente cayó un rayo fortísimo, de esos que hacen vibrar las ventanas; como si fuera una señal, Carlos ya no pudo aguantarse y lloró en franca competencia con la lluvia que comenzó a caer. No supe cómo comportarme, ¿qué haces en esos casos? Paty, silenciosa y quieta, miró a su hermano; la imité, aunque mirando el comedero metálico de la perra. Por primera vez me fijé en la forma de las croquetas: la mayoría eran unas bolitas, otras tenían forma de hueso o de “x” y las más extrañas de círculo con dos patitas; todas las que estaban dentro del plato se hincharon hasta que de repente algunas ¡puf! se disolvieron en el agua.

¿Qué pudo suceder? ¿Por qué llorar por un perro aún antes de saber cuál fue su suerte? ¿Qué pasó para que Beatriz tuviera esa cara tan larga? ¿Y por qué se aferraba a la escoba? Mirando el plato de metal hice memoria de todo lo que sabía de Croqueta, y comencé a entender el llanto de Carlos y la expresión de su mamá.

La perra schnauzer, de poco más de dos años de edad, llegó a casa de Carlos siendo una cachorrita. Era de color gris claro con las cuatro patas blancas, el hocico con una mezcla de ambos colores y las orejas dobladas hacia adelante –una de ellas, ligeramente chueca, se curvaba hacia afuera-.

Con frecuencia saliendo de la escuela Carlos iba a mi casa o yo a la suya. Cuando me tocaba ir de visita, Beatriz nos esperaba a la salida y Carlos nos apresuraba a su mamá y a mí para llegar con Croqueta; ya en su casa soltaba la mochila por cualquier lado y pasaba al patio de atrás por la escoba y el recogedor para limpiar la popó de la schnauzer. De regreso en el patio de entrada, soltaba sus utensilios para hacerle a Croqueta las mismas fiestas que ella le prodigaba. Viendo a Carlos brincar como loco me ganaba la risa, lo que de paso aprovechaba para reírme por el bobo nombre de Croqueta sin mucho peligro. Después de un rato, Carlos se ponía a limpiar la popó que hubiera; jamás lo vi poner cara de asco –excepto aquella vez en que le dimos de comer prefiero no decir qué a Croqueta-. Luego de limpiar, Carlos enjuagaba la escoba y el recogedor para regresarlos a su sitio; finalmente se lavaba muy bien las manos.
-¡Hasta los codos, no te olvides! –le decía su mamá-.
Las visitas a su casa después de la escuela siempre comenzaban de ese modo, era como un rito pero también había reglas: Croqueta sólo podía estar en el patio delantero; tenía prohibido entrar a la casa; todo aquél que tuviera contacto directo con la schnauzer debía lavarse –“hasta los codos, no lo olviden”-. Mucho rigor y trabajo para tener un perro, sin embargo Carlos nunca lo veía como una carga: lo que hubiera que hacer por Croqueta lo hacía, y lo hacía con gusto.

Algunas veces por la tarde caminábamos al parque Beatriz, Carlos y yo junto con Croqueta. El lugar tiene un montón de caminos de trazado caprichoso que lo cruzan por el interior: hay uno que te hace dar una gran vuelta para sacarte de nuevo al exterior sin llegar a ningún lado; el resto comunica con algún otro camino, el área de juegos o el kiosco; ningún camino es recto. El parque tiene forma circular, es de gran tamaño y se llama Montebello; por perímetro tiene una banqueta tan ancha que la gente lo mismo la usa para caminar que para correr, caben todos.

En Montebello, Carlos me prestaba la correa y dejaba a la schnauzer arrastrarme por donde quisiera; me botaba de la risa. Beatriz sólo nos pedía mantenernos al alcance de su vista; era suficiente con frenar un poco a Croqueta porque la mamá de Carlos siempre caminaba detrás de nosotros, era parte del juego. A veces también nos acompañaba Paty, entonces era más divertido; excepto cuando nos salió al paso uno de esos perrazos –de aquellos que basta con verlos para pensar “éste sí me muerde”- pero Croqueta no se intimidó ni dio un paso atrás ¡hasta le gruñó al perrote!
-¡Croqueta! ¡No! ¡…Croqueta! –gritaba Carlos mientras yo jalaba de la correa y me reía de puro nervio.
El dueño del otro perro, un bóxer o algo así, controló a su “bebé”, se disculpó y siguió su camino; Croqueta, vigilante y tensa, no se movió hasta que se perdieron de vista; entonces ¡defecó ahí, donde estaba! Ya no me pude controlar, solté una carcajada de alivio y hasta me agarré de una banca para no caer de la risa; Carlos sólo suspiro y, muy eficiente, recogió las heces. Por cierto, Carlos fue de los pioneros en eso de llevar su bolsita para recoger la popó de la perra. Eso me daba mucho asco y él siempre jugó a aventarme la bolsa sucia; supongo que de verdad me aprecia porque ni el día del bóxer fue más allá de solo “intentarlo” y eso que yo no paraba de reír, ni siquiera porque me dio dolor de caballo.
La bolsa para popó era otra de las reglas; incluso en el bosque cargaba con una, me consta. Alguna vez fui con Carlos y su enorme familia a uno de esos paseos: un lugar grandísimo que se extiende como de aquí hasta allá, con muchos pinos y hasta un lago con truchas que puedes pescar. Croqueta viajó dentro de su jaula en la camioneta de un sobrino de Carlos.
En el bosque, Croqueta corrió libre por todos lados como si le fuera la vida en ello; Carlos la perseguía tan cerca como podía –con su bolsa para la popó en el pantalón- y yo les iba a la zaga, feliz sin saber muy bien por qué.
En aquél paseo me enamoré de Croqueta. Jugando beisbol le pegué al rostro del pitcher, el papá de Carlos, con la pelota… ¡Trágame tierra! Con pena me acerqué para ver el daño y disculparme.
-¡Corre! ¡Corre! ¡A primera base! –me gritaban todos y yo no sabía qué hacer.

-¡Corre! –gritó el pitcher y para beneplácito general yo lo interpreté como un “¡HUYE!”.

-¡No! ¡A primera base! ¡A primera base! –gritó alguien más.

¿Qué les cuento? Aquello acabó en grandes carcajadas y conmigo tratando de desaparecer en éste y los demás universos conocidos. Croqueta era la única que me veía sin doblarse de la risa –con su oreja chueca-. ¡Cómo adoré a la schnauzer ese día!
Algunas aventuras más compartí con ellos y la perra. Carlos puede contar las suyas por cientos: paseos, cumpleaños, días normales, reuniones, un funeral y hasta una liposucción –eso dijo-. Durante esos dos años Croqueta siempre fue parte de aquella familia; una mascota a la que todos trataban con cariño y que contaba con su propio espacio, pero que tenía prohibidísimo entrar a la casa. Carlos la adoraba, le hacía muchos mimos y jugaba con ella; amaba sin condiciones a Croqueta; y se volvió igual de cariñoso con todos, abrazaba con la misma intensidad a sus hermanos, a sus papás, a mí y a cuanta persona le cayera bien; desde que tuvo a Croqueta lo notaba más paciente y tolerante con los demás, porque Carlos a veces era Carlos, no sé si me explico. Cuando lo platiqué con mis papás, ellos dijeron que de los perros puedes aprender a ser más sociable con los demás. Trataron de explicarme cómo era eso posible pero me perdieron cuando se pusieron profundos, así que simplemente lo di por hecho.
Recordando todo eso, en aquella noche de tormenta mientras miraba el plato de metal, pude intuir lo que Croqueta significaba para Carlos.
Esa noche fue rara para todos: Paty se apoltronó en la sala a ver la televisión con el volumen bajo; Carmen, la otra hermana de Carlos, hizo su tarea sin poner la música que tanto le gustaba; Mario, el tercer hijo de Beatriz, iba y venía de la sala a la cocina donde Carlos, su mamá y yo preparábamos la cena: hot cakes, nada del otro mundo. Apostamos chupar el jugo de un limón a ver quién podía hacer un hot cake perfecto, como el de la foto en la caja de harina; Carlos estaba muy concentrado quemando el suyo.

-¡Carlos! Estás quemando tu hot cake –le avisó Beatriz.

-No te apures, se lo doy a Croq…queta… –Carlos se atragantó, empezó a llorar de nuevo, me ganó el sentimiento y lo acompañé.

Por descuidar los hot cakes también se quemó el mío y dos de los cuatro que cocía Beatriz en la parrilla principal –su estufa es enorme-; puesto que ninguno ganó, decidimos que los tres debíamos pagar la apuesta. Carlos fue el único que chupó su limón; Beatriz exprimió el suyo en un vaso y se lo tomó como jugo; yo la imité; Carmen sacó una cámara. Fue divertido ver nuestras caras y gestos –Carlos y yo con los ojos rojos- y una de las fotos quedó genial: los hot cakes quemados en un platón sobre la mesa y nosotros tres brindando con los limones; la mejor cara fue la de Beatriz. Como dije, la noche fue rara.
El lunes siguiente platicamos toda la historia con Susana, quien juró que ella no podría estar tan tranquila si alguno de sus perros tuviera la suerte de Croqueta. Carlos la miró con ojos de pistola; en lo general no le simpatiza mucho Susana y, aunque muchas veces le he preguntado, no sabe explicarme el por qué su desagrado. Tal vez lo que no le gusta son las pecas o el cabello claro de Susana, quizá el hecho de que ella es más alta; sólo me dice que le parece muy rara, sobre todo con sus perros; Carlos observa mucho a esa familia y de “extraña” no la baja, pero ¿quién en esta vida no es extraño para otro?



C O N T I N U A R Á…
Busca la parte 2 de 4 a partir del 02-ene-2012



diciembre 19, 2011

Bola de Nieve II, baterista©

Pues lo prometido es deuda:
Este es el video donde Bola de Nieve ejecuta Jingle Bells al ritmo de sus fabulosas baquetas. Es la segunda y prometida parte de la entrada del 21 de octubre de 2011.

¡Disfrutenla y feliz navidad!


diciembre 12, 2011

Lino Zendía © 2.0

Lino Zendia                                                                                   



Para: Claudia V.

Asunto: RV: Reporte



(Para leer la 1ª parte, ve a Lino Zendía 1.0 ©)



Aunque me gustan mucho las expos y las novedades que uno encuentra, la de ésta ocasión fue un suplicio: la vida allá afuera con todo y sus palmeras y yo ahí adentro, en el Centro de Convenciones trabajando, curioseando y buscando oportunidades –para la empresa, quiero decir-. Mónica sugirió dividir la Feria en dos para recorrerla más rápido y tener tiempo para por lo menos pisar la arena, porque eso de ir hasta la playa y ni siquiera ver el mar… Acordamos vernos a la hora de la comida, comer, hacer un corte de lo hecho hasta el momento y terminar con lo que estuviese pendiente; en el inter, si algo se ofrecía, podíamos echar mano del sempiterno celular. Ninguno –ni siquiera Mónica, mucho menos yo- hizo mención de alguna hora en específico –las dos, las tres o qué sé yo-, como si el tiempo fuera secundario, algo sin importancia. Prescindir del reloj resultó ser una experiencia terriblemente liberadora, el mundo no se acabó ni nada por el estilo: la hora de la comida simplemente llegó cuando vi el flujo de gente que se dirigía a los comedores del lugar. No fue difícil encontrar a Mónica. Todavía nos entretuvimos un par de horas más con el trabajo antes de finalmente salir por la fachada principal hacia la Costera. Pisar el vestíbulo y perderme en la vista del exterior fue puro gozo. Sí, Claudia, ya sé que es raro que diga cosas así, ni yo me la creo; debe ser el agua… tal vez la comida o quizá algo en el mismísimo puerto.



Cruzar la avenida y caminar unos metros hacia una entrada en la cual ya se adivinaba la arena era todo lo que nos separaba del mar. ¿Alguna vez ha viajado ligera? Sin equipaje, quiero decir. Es muy práctico siempre y cuando siga su agenda: nada le falta ni le sobra, no tiene que arrastrar ninguna maleta tras de si y puede andar por cualquier lado sin preocuparse de cuidar nada; el problema surge cuando hace algo imprevisto –como una caminata por la playa, por ejemplo- y se da cuenta de que no trae lo necesario. Lo único que llevaba conmigo era la laptop y la ropa puesta; hubiera sido fácil comprar un traje de baño, pero entonces tendría que cargar con el maletín y un bulto de ropa, mucho engorro para la hora o menos que podríamos pasar en la playa antes de subir al autobús de regreso. Por fortuna tuve la ocurrencia de vestir esa mañana con una guayabera y un pantalón a tono, así que no me sentía tan fuera de lugar pero ¿qué demonios podía hacer con el calzado? Ahí estaba, a la entrada de la playa sin ánimo de quitarme los zapatos. Podría decir que no quería quemarme los pies, aunque en el fondo me parecía que sentir la arena descalzo era cruzar algún tipo de barrera. Por supuesto que esto se lo confieso a usted, Mónica pensó que mis dudas eran las típicas del pequeño obsesivo que hay en mí (y no andaba muy errada). Ella, más práctica, simplemente se quitó los tacones y emprendió el camino, a pequeños brinquitos, sobre la caliente arena. Rendido ante su ejemplo la seguí procurando pisar donde ella había dejado huella. Debí ser un espectáculo digno de verse. La mayoría en traje de baño o, a lo más, en mangas de camisa. Yo con la típica facha de oficinista en fuga, con los pantalones arremangados hasta las rodillas y la camisa hasta los codos, las pálidas piernas pidiendo a gritos un poco de sol, el maletín de la computadora al hombro y el par de zapatos –con todo y calcetines- en la mano, tratando de seguir con la gracia de un iguanodonte a la pícara y ágil mujer que me precedía.



La arena quemaba, cierto, pero sólo donde las olas no alcanzaban a mojarla. Caminar justo en la orilla, sobre la húmeda arena, siempre es una delicia, ¿alguna vez se ha detenido a “saborear” la sensación que produce entre los dedos…? A mi espalda alguien comentó lo ridículo que me veía en esas fachas, tratando de enterrar los pies en la playa con la ayuda de las olas; era la linda queretana de hermosas y bronceadas piernas vestida como es debido, con traje de baño. Me sentí extrañamente absurdo con mi atuendo de interiores ¿pero qué más da? Su conversación es muy interesante y me ha preguntado si también me quedaré el fin de semana…



Al poco regresé con Mónica a la entrada de la playa; estaba sentada en cualquier rincón junto a dos compañeras de viaje, y me uní a ellas. Aún no puedo creer que estuviésemos tan quitados de la pena charlando y matando los minutos que restaban; quiero decir que estábamos ahí sin hacer nada, como si fuera lo más importante del mundo (y tan tranquilos como el viejito del cuento al que por error le venden un frasco de tranquilizante por un antidiarreico ¿se sabe ese chiste?). La plática derivó hacia el inminente regreso: yo quería quedarme otro rato, nada más fácil que tomar un taxi a la terminal de autobuses y subirse en el de la última corrida; a Mónica le pareció una excelente idea. A nuestras compañeras no; las dos regresaron al Centro de Convenciones cuando dieron las 6:40 de la tarde. Les dijimos adiós y fuimos a buscar un lugar para cenar sobre la Costera.



Saliendo del restaurante preguntamos por la estación de autobuses, tomamos un taxi y al llegar a la terminal nos enteramos que el último autobús salía a las 8:40pm… ¡No recuerdo la última vez que reí tan de buena gana! Mónica me miró como si estuviera loco; pero es por la bahía, creo que hasta hay una canción: “te volverás loco si te quedas mucho tiempo en Acapulco” o algo así. El reloj encima del mostrador marcaba las nueve de la noche. ¿Cómo no reír a carcajadas? Mónica se puso furiosa, no sé si por lo del autobús, por mis risas o por las dos cosas. Ahí estábamos, varados en Acapulco un viernes por la noche, sin equipaje, sin viáticos, sin hotel y sin conocer a nadie. La cajera se veía tan angustiada que debí preguntarle qué se imaginó sobre nosotros, quizá que éramos una pareja en medio de una pelea, pero nada más de verla me dio otro ataque de risa: tronándose los dedos la pobre nos dijo que había otro autobús a las once y uno más a media noche, ambos con destino al D.F. ¡Por mi vida! ¿Para qué demonios queremos llegar de madrugada hasta la ciudad? ¡Vamos a Cuernavaca! ¡Qué divertido sería pasarla de largo! Mónica se enojó tanto que estuvo a punto de aventar su maletín con todo y computadora al suelo; quería comprar boletos a donde fuera, le urgía subirse a cualquier camión, y renegaba hasta del día que me conoció; la cajera nos miraba ora a uno ora al otro como en un partido de tenis; yo no sabía si morderme la lengua para no reír más o salir corriendo antes que Mónica intentara desahogarse conmigo. No hubo de otra más que salir de la terminal y tomar un taxi de regreso a la zona hotelera para buscar alojamiento.



Por alguna extraña razón yo estaba de un inmejorable humor –aún lo estoy mientras escribo este correo-, lo que fue de gran ayuda con el enojo de Mónica pues no hubo quien le hiciera segunda a su coraje, aunque eso también la frustraba. Finalmente accedió bajar del taxi y caminar para buscar hotel; a ella le sirvió para despejarse y a mí para bajarle dos rayitas a mi hilaridad –en verdad que la brisa marina es útil en muchos casos-. Andando por la Costera se relajó por fin, lo suficiente al menos para sonreír –muy a su pesar- y murmurar quién sabe qué entre dientes; ya más tranquila, consiguió el teléfono de un hotel que le gustaba, llamó, reservó la única habitación que tenían disponible y se mortificó –por la habitación única, no por reservarla-. Cuando llegamos a la recepción insistió que buscaran otro cuarto; sencillamente no había más. Desde que vi el reloj en la estación estoy de un simple que río hasta porque voló la mosca. Al ver la afligida expresión de mi compañera tuve que morderme la lengua, porque amenazó con echarme a la calle si volvía a escuchar la más mínima risa de mi parte; ya que la noche era joven y yo no deseaba encerrarme en un cuarto –mucho menos si no podía reír a mis anchas- dejé mi laptop en la habitación y salí al bullicio que tanto prometía. Mónica prefirió quedarse en el hotel para hacer su parte del reporte y dormir temprano; su idea era regresar en el primer autobús de la mañana. Por mi cuenta, ya que estoy aquí, decidí quedarme el fin de semana. Por supuesto que tendré que buscar una tienda donde comprar algo de ropa y hasta un cepillo de dientes, sin olvidar una maleta para guardarlo todo. Lo principal será conseguir un traje de baño y unas chanclas; me moriría de vergüenza hablar de nuevo con la queretana con unos zapatos en la mano ¿Quién hubiera creído que tendría más caché traer un par de sandalias?



Hace una hora más o menos que regresé al hotel; tengo poco sueño, por eso me puse a trabajar en mi reporte; en ello quise aprovechar la última chispa de cordura que mencioné al principio. Ahora sólo esperaré que despierte Mónica para despedirme de ella y acostarme un rato, o al medio día estaré en calidad de bulto. Confieso que algo me remordió la conciencia con ella; por eso quiero decirle adiós cuando se vaya, como una atención.



¡Ah, Claudia! Quisiera contarle de una vez todo y no sólo el principio de la aventura, pero entre su hoy lunes en que leerá estas líneas y mi hoy sábado en que las escribo todavía me falta vivir el fin de semana; no tengo ni idea de qué pueda pasar de aquí a entonces, la vida misma supongo. En cualquier caso, y como dijo el taxista que nos trajo desde la terminal, “lo que sucede en Acapulco se queda en Acapulco…”

diciembre 04, 2011

Tarjetas de Presentación ©


A LA (PROPIA) ESTUPIDEZ HUMANA... 

Se ha metido a buscar un vestido beige de tela plisada y manga corta que le llega, según platica, justo por arriba de la rodilla; el vestido perfecto por lo que de él dice. Sólo que hay un pequeño problema: está agotado y, aunque lo pueden resurtir y tenerlo listo en un par de días, Ella lo necesita hoy, no mañana ni pasado mañana, sino hoy. Sin perder el ánimo comienza a buscar entre los aparadores alguna otra prenda que la haga ver “más caderona”; “Porque ya sabes que hay mujeres que sufren por tener mucha cadera cuando yo hasta brincos diera por tener más” –fue lo que dijo sin apartar la vista de las decenas de vestidos colgados por toda la tienda-. ¿Más cadera? ¿Qué entenderá por más cadera? Porque desde donde yo la veo no necesita brincar para conseguir nada, mucho menos “más cadera”. Vamos, viste unos tenis de lona gris con un pantalón de mezclilla deslavada y una blusa de escote recto, quizá demasiado escotada –y  que quede claro que lo menciono no por remilgoso; en vísperas de invierno ¿quién en su sano juicio puede protestar ante la cálida promesa de su pecho?- pero aquí lo importante es su pantalón, llamativo no por lo deslavado sino por la suave forma en que se amolda a su linda cadera –que según Ella no tiene-  y a su hermoso cuerpo, ese delicioso cuerpo que brincos diera yo por tener. Insisto, ¿por qué cree que necesita más cadera?

La chica de la tienda, sin amilanarse por no tener el vestido plisado, entrecerró un poco los ojos mirándola a Ella de arriba abajo, como si estuviera escaneándola;  tras pensarlo un poco comenzó a mostrarle vestidos que por alguna razón Ella aceptó sin vacilar –le han gustado todos, pues-. Con cinco o seis de ellos bajo el brazo agarró camino hacia los probadores mientras yo la seguía unos pasos atrás perdido en el vaivén de su caminar. Quiere probarse cada uno para que le ayude a escoger el que se le vea mejor. Puestos a elegir, prefiero verla quitarse y ponerse cada uno de los seis o siete vestidos, ¿qué me importan a mí la moda, la tienda, la boda de mañana o toda la ropa con la que se ha metido en el vestidor? Por un instante he estado a punto de seguirla detrás de la cortina –dentro del pequeño cubículo- si no ha sido por la vendedora que cerró el paso y me miró condescendiente, con la misma sonrisa que le diriges a un niño que quiere comerse su postre favorito antes de tiempo; sin embargo no me ha quitado del último punto al que llegué, justo a la entrada de los probadores desde donde puedo ver el cubículo que encontró. Y ahí estoy, esperando paciente y curioso el primer cambio de vestuario; y ahí está Ella, a tres metros de mí tras una cortina y en ropa interior…

El primer vestido es del color de su piel y creo que mi reacción ha sido muy obvia porque lo primero que dijo fue:

-Te gustó.
-Si, pero…
-Parece que ando desnuda ¿cierto? –en lo personal a mi me fascinó por eso; por lo visto a Ella no.
-Quizá si estuvieras más bronceada…

El segundo vestido era idéntico al anterior pero en color azul marino; perfecto aunque no le gustaron los tirantes de la espalda: demasiado gruesos y sin chiste. Del tercer vestido sólo recuerdo que dejaba al descubierto su espalda toda, como el mejor libro escrito en braille y abierto de par en par: hay que tocarlo con las yemas de los dedos para poderlo disfrutar. Con el cuarto comentó lo mucho que batalló para cerrar el cierre que “empieza justo aquí”, dijo mientras metía la mano izquierda entre las pompas señalando el mentado cierre. ¿Acaso cree que soy de piedra? ¿O es sólo su manera de volverme loco? Porque bien sabe que una sonrisa suya basta y sobra para derretirme. Lo mejor del quinto fue su larguísimo cierre que ni ella misma conseguía subir, así que se acercó a mí con algo más que la espalda al descubierto; ¡maldita sea mi suerte! yo ahí, al lado de Ella en medio de una tienda atascada de gente subiendo el infinito cierre en vez de bajarlo. Después de modelarlo y meterse de nuevo tras la cortina, tuvo que salir para que le ayudara otra vez con el cierre, pero sólo me permitió bajarlo hasta media espalda antes de zafarse de mi y salir corriendo a la seguridad de su probador ¿…algo que adivinó en mi mirada?

Con un gesto sexy –que con ninguno de los otros vestidos hizo- descorrió la cortina de su cubículo para presumir el último vestido, a todas luces EL VESTIDO; así que cuando preguntó “¿Cómo me veo?” lo más honesto que pude contestar fue “Deliciosa”.Por un instante respingó, como si no esperara una respuesta tan franca, pero de inmediato recuperó su aplomo y siguió modelando el vestido, satisfecha no sé si de si misma o del comentario.

Eso fue ayer; hoy acordamos que la recogería –que pasaría por ella, quiero decir- en la estética de su amiga, en una plaza muy bonita aunque algo escondida. Llegué justo cuando le estaban colocando el enésimo pasador en el cabello. Y que conste que no pretendo hacer burla del número de pasadores, por lo menos no del efecto que logran con ellos. Como aún no terminaban, tuve que tomar asiento en el único lugar que quedaba disponible, junto a una mujer que esperaba su propio turno con los pasadores. Desde donde estaba sentado podía verla a Ella por duplicado: por la espalda y exactamente de perfil a través del espejo que tenía enfrente de mí. El maquillaje que le están aplicando resalta la mirada de sus ojos y el húmedo color rojo del labial invita a bebérsela a besos. Primera vez que la veo quieta mientras habla –no es queja, sino fascinación- pues tiene la costumbre de acompañar sus palabras con gestos de las manos y del rostro; sin embargo, se deja maquillar muy quieta sin dejar de hablar muy animada con su amiga –la dueña de la estética- con las manos entre las piernas y la expresión relajada. Sus ojos son un torbellino que va y viene al compás de sus palabras; creo que batalla para frenar su natural impulso de moverse al platicar, pero no quiere estorbar el trabajo de la profesional y se deja hacer.

Después del último retoque, ha pedido permiso para subir al segundo piso y ponerse de una vez el vestido, el de ayer que la hace ver deliciosa. Antes de bajar nos ha dicho a todos que, por favor, no nos fijemos en los zapatos pues –“obviamente” según dice- no son los que hacen juego con el atuendo. ¡Por lo que me queda de vida! ¿Quién demonios se fija en los zapatos teniéndola enfrente a Ella? Yo no, aunque supongo que lo dice por el resto del mundo: el que está más allá de las puertas de la estética, aquí dentro sólo hay  gente que la aprecia de una u otra forma. Francamente no quiero mirarla; de por si despierta en mí un torbellino de sensaciones por el sólo hecho de “ser” y hoy que viste un atuendo de “mírenme” batallaré para frenar mi natural impulso de tomarla en brazos y dejarme llevar; no quiero avergonzarla en el trabajo de su amiga así que sólo volteo a mirarla con la mejor sonrisa sin moverme de mi lugar.

Por alguna razón, al sonreír me imagino tener la mismísima expresión del gato –cuyo nombre no recuerdo y creo es de color morado- que sale con Alicia, el gato aquél que aparece y desaparece en el País de las Maravillas. Ya sé que el gato nada tiene que ver con el momento, pero es pensar en el gato o tomar consciencia de las suaves curvas de su cuerpo, mejor dibujadas por el vestido, mientras Ella baja la escalera.No puedo evitar la urgencia de mirarla toda y compararla con su aspecto diario: se ve tan atractiva como siempre.

Minutos antes de salir de casa y pasar por ella encontré unas tarjetas blancas en el librero, del tamaño de las de presentación. No recuerdo por qué las tengo, pero al verlas se me ocurrió la idea de escribir frases cortas en ellas a manera de dialogo. Poco tiempo atrás leí un libro donde uno de los personajes se comunicaba de esa forma en las temporadas en que no quería hablar: si alguien se dirigía a Blanca –el personaje del libro- ella sacaba pluma y tarjetas, escribía una respuesta y se la daba a leer a su interlocutor. Eso es fácil pues escribes en el momento; pensé que sería más divertido escribir de antemano las respuestas y simplemente sacarlas conforme se fueran necesitando, sin pronunciar una sola palabra y sin perder el hilo de la conversación, como un truco de magia, ¿cuánto tiempo se podrá mantener ese juego antes de que la plática se vaya por otro lado? El problema es que iba con el tiempo justo para sentarme a escribir nada; tomé las tarjetas y me fui rumbo a la estética, pero aprovechando que llegué quince minutos antes de lo prometido –bendita ausencia de tráfico-  me paré a unas calles del negocio y empecé a escribir en ellas; ojalá se me hubiera ocurrido antes, para escribir más cartones, porque fueron solo diez o quince.

El plan era no decir absolutamente nada una vez afuera de la estética y seguir así hasta subirnos al carro y arrancar rumbo a la boda, sacar la primer tarjeta con un escueto “HOLA” cuando preguntara por mi mutismo y empezar el juego del que Ella no tenía ni la más remota idea –ese era parte del chiste- pero entonces hubo un pequeño imprevisto: los zapatos que hacían juego estaban en casa. Nada serio, sólo había que pasar por ellos, pero ¿cómo iba a guardar silencio en el trayecto por los zapatos que los diálogos en las tarjetas no contemplaban? Me sentí como niño que aún no puede jugar porque le acaban de decir que el recreo se aplazó por causas de fuerza mayor. No me quedó más remedio que hablar.

Confieso, pero no se lo digan a Ella, que de todo su atuendo recuerdo hasta el último detalle excepto por los zapatos. Por más que hago memoria no me puedo acordar de ellos; en mi defensa sólo puedo decir que pasé una excelente  velada en su compañía –en la compañía de ella, ¿los tacones qué?-. Y lo mejor de la noche fue el trayecto hacia la fiesta, las tarjetas fueron un éxito rotundo y quedó encantada: a todo lo que ella decía pude contestar sin decir una sola palabra hasta agotar la última tarjeta. Aunque al mostrarle la primera entrecerró los ojos para mirarme como si estuviera loco. No puedo culparla, el 99% de las personas que me conocen están dispuestas a afirmar bajo juramento que si lo estoy, el otro 1% está irremediablemente equivocado.

diciembre 03, 2011

Lino Zendía © 1.0

Lino Zendia                                                                                  



Para: Claudia V.

Asunto: Reporte



Claudia, estoy seguro que le sorprende leer mi segundo correo de hoy lunes 17. Sobre todo porque son más de las nueve y lo único que de mí hay en la oficina es este mail que, efectivamente, fue escrito el sábado 15 a las 6:40 de la mañana, apenas 32 minutos después del primero, donde le envío el reporte pormenorizado de los resultados de la Feria Comercial –todo un éxito, como habrá leído en aquél-. Mónica sabe la mayor parte de la historia, y el contador también; a él lo pudimos localizar el viernes para explicarle la situación, no sé para qué pero Mónica insistió mucho en ello. Hoy lunes, mientras lee éstas líneas, debo estar en algún punto de la autopista rumbo a la ciudad. Espero no llegar demasiado tarde a la oficina, en todo caso no olvido la cita que tenemos a las 12pm con la gente de la Inmobiliaria; no se preocupe, llegaré.


Lo que más debe intrigarle es que haya escrito un reporte de trabajo la madrugada de un sábado; obsesivo hasta para un adicto al trabajo como yo, pero sólo aproveché la última luz de cordura que había en mí antes de perderme: o lo escribía justo ahora que lo recordé u hoy lunes tendré que lidiar con algo más que mi primer retardo… Además, la sensación que provoca el ambiente que me rodea es demasiado placentera para turbarla con pendientes tan mundanos.


¿Cómo me explico? ¿Qué le puedo decir? Simplemente seguí su consejo y me perdí en el camino; no es queja ni mucho menos reproche… tal vez suene a excusa. Después de todo, desde hace tiempo deseaba perderme, y éste viaje relámpago me ha dado la oportunidad perfecta. Usted me lo ha repetido hasta el cansancio: debo aprender a relajarme. ¿Y sabe qué…? Lo logré: aunque mi yo normal debería estar preocupado, en realidad me siento tan bien, pero tan bien que de buena gana me seguía de largo con la fiesta. Sólo que de momento todo está muy quieto y tranquilo, supongo que por la hora; debería aprovechar y dormir un poco pues estoy cansado y con algo de sueño. Antes quiero platicarle los resultados no oficiales de la mentada Expo. ¿Por dónde empiezo?


Después de estacionar en el Centro de Convenciones, en cuanto al autobús abrió la puerta el efecto fue instantáneo, casi mágico. La atmósfera del puerto invadió el interior del vehículo y me tomó por sorpresa, lo podía sentir en la piel. Estoy seguro que se oía el vaivén de las olas, al menos eso creo. Justo ahí empezó mi perdición, ahora lo sé. Antes de bajar del autobús rentado nos recordaron que el regreso sería a las siete de la tarde –fue la última vez que tuve conciencia del tiempo-. Mónica se acercó a las mesas de registro para recoger nuestros gafetes mientras yo esperaba ligeramente frustrado porque desde el estacionamiento no se veía ni el mar ni la playa, aunque podía sentirlos en todos lados; como si el recinto fuese una isla rodeada por aquellos; de esas veces que percibe una presencia muy fuerte y cercana que sin embargo no alcanza a ver, la siente detrás de usted y al voltear a buscarla siempre sale de su campo de visión. La excesiva humedad y calor del ambiente resultaron sofocantes al principio, cada bocanada de aire una pelea. ¿Ha intentado respirar bajo del agua? Más o menos así pero después de ese primer instante de lucha, como si de la brisa misma emanara la respuesta en un susurro, me dejé llevar e inhalé con fruición; el efecto fue diferente y agradable, aquella atmósfera me rendía para darme su bienvenida.


Palmeras enormes, palmeras por todos lados con sus grandes hojas meciéndose al compás del viento, casi todas llevando el ritmo; al otro lado del enorme estacionamiento una ordenada fila de ellas sigue el trazado de la avenida que rodea el recinto ferial y se pierde más allá de donde alcanzo a ver. Muchas palmeras, árboles, arbustos… ni siquiera sé cómo se llaman todas las plantas que estoy mirando. Jamás pensé que un color fuese lujurioso, pero a fe mía que a la vista de tanto verde una sensación extraña, casi impúdica, se apoderó de mí. No llevo ni diez minutos afuera del autobús y ¿cuántas veces me ha conquistado ya ésta tierra? Cómo quisiera quitarme los zapatos y salir corriendo en busca de la playa más cercana.


Mónica ha regresado con los gafetes. ¡Por mi vida! Que la veo caminar más erguida y derecha, con una coquetería inusual en ella –cualquiera diría que la dichosa brisa es la culpable-. Me observa risueña y curiosa, tal vez notó los cambios que el ambiente empieza a operar en mí. Le han dicho que debemos reunirnos junto a las escalinatas para recibir una bienvenida informal (la oficial fue dos días atrás, el miércoles). Mientras nuestros anfitriones nos dirigen las palabras de rigor, he notado la puerta de acceso custodiada por un par de hermosas edecanes, cada una con un escáner en la mano para leer el código impreso en los gafetes. Una de ellas juega de local o por lo menos lleva varios días en el puerto, el color dorado de su piel la delata; al mirarla me sonríe por el puro gusto de sonreír –su sonrisa no es para nadie en particular, vamos, pero incluye a todo el que la mira-. ¿Soy yo o aquí todo es una conspiración? La vida parece hacerte guiños allí dónde eches un vistazo. No me pida explicaciones, ni yo mismo entiendo lo que digo, sólo me dejo llevar por lo que siento.


¿Qué le puedo contar de la Feria misma? Los expositores y visitantes, los negocios, el ambiente tras bambalinas, lo que se dice, lo que se calla; siempre son excitantes estas reuniones, sin embargo no tiene caso hablar de ello por conocido, y de lo que logramos en lo particular ya se enteró por el correo anterior. No, de lo que quiero hablarle es del pulso que recorría toda la Expo, de una fuerte corriente contenida a punto de desbordarse; la mayoría parece darse cuenta de sí mismo y eso los pone contentos por el puro gusto de estar contentos –jacarandosos, dirían en mi rancho-. Por ejemplo, aunque nunca falta el expositor aburrido o fastidiado por la poca afluencia en su stand o el abrumado porque no cabe ni un alfiler en el suyo, aquí no vi ninguno de los dos. Todos los expositores con la sonrisa a flor de piel: el que tenía su stand lleno te miraba con cierta de pena, se encogía de hombros y te invitaba a esperar turno; el que tenía lugar también se encogía de hombros pero te acercaba una silla para recibirte como si estuvieras en su casa. Cualquier pretexto es excelente para iniciar una conversación. Lo divertido fue constatar que el tipo de bronceado, junto con la plática de cómo lo habían conseguido, era el tema predilecto para romper el hielo; la mayoría, si no es que todos los presentes, acusa ya en su piel diferentes grados de ese tono dorado tan propio de la bahía. Varios confesaron levantarse temprano para salir a caminar o correr por la playa, para buscar algún rincón novedoso o distinto para desayunar o simplemente para pasear un rato por la Costera antes de ingresar a la Feria que abre sus puertas a las diez. Todo mundo platica hasta por los codos –algunos, incluso, escribimos correos de madrugada- y lo importante no es el tema, sino la conversación misma.


Una atractiva mujer de Querétaro me presumió sus lindas piernas bronceadas como lo más natural del mundo, y muy ufana me aseguró que había aprovechado cada minuto libre para tomar el sol; apuesto que en otra ciudad ni ella hubiera platicado sobre sus piernas con un extraño ni yo me hubiera realmente interesado por el bronceado.


C O N T I N U A R Á…


NOTA:
Debido a que la historia es más larga que las entradas habituales de este blog, para facilitar su lectura se ha divido en dos. Podrás leer la 2ª parte (Lino Zendía 2.0 ©) a partir del 12 de diciembre de 2011. Tus comentarios sobre éste o cualquier otro punto son bienvenidos.




noviembre 24, 2011

De olvidos y Distracciones ©


Hasta la fecha nadie me cree pero en cuestión de recordar rostros, nombres, voces e incluso personas, yo gozo de una memoria me gustaría decir que privilegiada aunque es más acertado decirle memoria fotográfica, con un pequeño, pequeñísimo, detalle: la mayoría de las “fotos” que tomo con ella se velan, están muy borrosas o salen con el equivalente del pulgar atravesando todo la escena, tapando lo que debería verse. Lo cual quiere decir que, si te acabo de conocer a ti que estas leyendo esto, no podré reconocerte sino hasta después de dos, tres, tal vez cuatro y no me extrañaría cinco o seis veces de vernos y tratarnos extensamente. Voy por la vida, eso sí, recordando mil detalles sobre el contexto, como gestos, expresión y hasta intenciones de las personas que conozco.

Sin ir más lejos, el día de ayer desayuné en el aeropuerto en un restaurante que se las da de muy acá pero tiene unas sillas que invitan a sentarse, comer en menos de lo que canta un gallo y salir corriendo para tomar el próximo vuelo; incómodas quiero decir, aunque seguramente es plan con maña para que no te sientas cómodo ni te entretengas mucho comiendo a riesgo de perder tu avión. Había cinco mesas ocupadas contando la nuestra, siete comensales y un pequeño niño que jugaba dichoso en su mundo. Detrás de mí había una voz de mujer angloparlante lo suficientemente valiente para arriesgarse con el menú en español en vez del escrito en inglés que muy amable le ofrecía uno de los meseros; enfrente de la estadounidense,  atrás a mi izquierda, el típico viajero de aeropuerto con un maletín negro comía del plato muy preocupado por no manchar su camisa de manga larga a cuadros; a la izquierda de él dos mesas ocupadas, cada una por una pareja cuyos integrantes no vienen a cuento y, en la mesa del rincón, el premio mayor: un hombre más bien regordete –que no por esa causa es el gran premio- vestido con pantalón oscuro, camisa blanca impoluta y de tez color cuija, casi transparente de tan clara quiero decir, cabello crespo muy corto de color castaño y un gesto tranquilo y confiado de persona acostumbrada a, literalmente, manejar con las manos el destino de algunos cientos de personas –cuando se levantó y se fue, pude ver su gafete de piloto. 


Algo discutía aquel hombre, y no estaba dispuesto a aceptar un “no” por respuesta, mientras seguía consumiendo sus alimentos con la mayor parsimonia posible. Su mesero, que también era el nuestro, le dedicaba esa tan perfecta sonrisa de cortés indiferencia que sólo los más veteranos en su oficio dominan; como no llegaban a ningún acuerdo, poco después le llamaron a Ella, siempre ella, la anfitriona del restaurante –hostess le querrán llamar algunos para sentirse mas nice-, una mujer de aspecto impecable pero sobre todo regia, majestuosa y señorial que a mi –y me van a disculpar por ello- me recordó de inmediato a un caballo percheron, un ser fabuloso cuya presencia hechiza, quita el aliento e impone, un ser tan igual pero a la vez tan diferente a los demás que hasta en la forma de caminar trasmite el aplomo, sin afectación, que le da saberse como pocos; ella misma dueña de un cuerpazo forrado de negro y vistiendo sólo Dios sabe qué clase de ropa interior pues no se le veía la más mínima marca sobre la tersa superficie de aquella negra tela; el pantalón con cierres –o zippers, como prefieran- a los costados me hizo imaginarlos abiertos, colgando de la cadera el pantalón como gajos listos para pelarse; quitarle aquella prenda a Ella debe ser como voltear por el revés un guante de seda para desnudar la mano, porque así le queda aquella ropa: como un perfecto guante sin arrugas ni pliegues; calza unas bonitas zapatillas a juego que sólo uno o dos hombres de entre mil sabrían que van mejor con un vestido, o al menos eso dijo hace poco una amiga que, curiosamente, había comprado no mucho tiempo atrás unos tacones idénticos a los que Ella usaba para caminar hacía nuestro bonachón objeto de interés –el gordito discutiendo con el mesero, ¿recuerdan?-. Si Dios sabe de ropa interior también debe ser el único en saber qué clase de queja tenía el gordito, porque el aplomo de Ella después de escucharlo bajó ocho de diez rayitas posibles, aunque tuvo la fuerza para mantenerse firme en su lugar mientras mister Bonachón, calmadamente y sin dejar de comer,  exigía una solución inmediata a su problema.

Recuerdo perfectamente la expresión serena del bonachón, el desenfado para comer su desayuno mientras pedía satisfacciones primero al mesero y luego a Ella, la camioneta 4x4 verde con la que jugaba el niño que venía con él, la estoica resignación de ella mientras escuchaba el reclamo, la expresión mal disimulada de angustia, sus largas pestañas que a pesar de todo poco parpadeaban, el desconcierto en su rostro al enfrentarse a una situación con un matiz desconocido para ella y la apretada cola de caballo que lucía en su lustroso cabello. Sin embargo, si me vuelo a topar con cualquiera de ellos, incluso con Ella vistiendo la misma ropa – que seguramente es uniforme-, no podría reconocerlos aunque me fuera la vida  en ello; aún si la viera a Ella en el mismo restaurante, y pese a lo mucho que me impactó su belleza, dudaría entre reconocerla o confundirla con alguna compañera con la que seguramente comparte el extendido horario de trabajo.    

Pero recordar e identificar o no a gente desconocida es pecatta minuta; no, lo interesante es cuando no reconoces a tus conocidos o, peor aún, cuando confundes a un desconocido con alguien que por lo visto no te es tan familiar.

Como aquella ocasión en que fui a… digamos que al banco… aquella ocasión en que fui al banco acompañando a un amigo que necesitaba hablar con alguien de ahí. Pues bien, ahí tienen a Don Pendejo –tipazo con clase, o sea, su servilleta- ofreciéndole al amigo presentarle a ese alguien dentro del banco; a la entrada nos topamos con una conocida y platiqué un rato con ella de piquete de ombligo, mentada de madre y todo. Después de socializar, la conocida nos preguntó si en algo podía ayudarnos y yo, muy ufano y en mi papel de Don Pendejo, contesté con un “No, gracias. Venimos a ver a R.F.”; a lo que mi conocida respondió con un dignísimo “Yo soy R.F.”

Qué cama ni qué cárcel ni qué ocho cuartos, en situaciones como está es que se conoce a los verdaderos amigos, porque al menos el mío aguantó como los grandes: con su mejor cara de póker el hizo como que la virgen le hablaba, y juro por mi vida que no movió ni un méndigo pelo de las cejas mientras me dejaba morir solo tratando de  salir de tremendo resbalón… Baste decir que, pese a todo, mi amigo consiguió lo que buscaba y, cuando salimos de nuevo a la calle, ya lejos de R.F., literalmente se ha orinado de la risa el muy desgraciado.

Pero las palmas son para el episodio de los tacos, por más que quiera negarlo. Confundir a un desconocido con un conocido no tiene precio… y que el desconocido crea que te lo quieres ligar es la oferta del día. ¿Recuerdan al amigo de Ramón? Aquél tipo a todo dar cuyo nombre se me pierde en las nubes de la memoria. Bueno, ayer fui a comer tacos y en la mesa de enfrente había una persona muy parecida a él, sólo  que no estaba muy seguro si era o no el mismo personaje, y aunque el tipo me miraba tampoco daba señas de reconocerme; quizá fuera tan desmemoriado como yo... Por lo que sea, decidí hacerme pato pero la conciencia me remordía ¿y si de verdad era el amigo de Ramón? De payaso y petulante no me bajaría. Supuse que de tanto mirarlo él me reconoció, porque me hizo señas; ingenuo y facilote como soy creí que si me había reconocido, así que con toda confianza le avisé a la mesera que cambiaría de lugar.

-Hola, guapo, no te había visto antes, ¿cómo te llamas? –fue lo primero que dijo cuando ya estaba instalado frente a él, acaricíandose el lóbulo de la oreja derecha y dedicándome la mejor de sus sonrisas.

Me quedé de una pieza y sin habla, ¿guapo? ¿y cómo es eso de que no me había visto antes? ¿Y qué de las tres veces que acompañe a Ramón a su casa? ¡A la casa del amigo de Ramón quiero decir! ¡A la casa del tipo que tenía enfrente!  ¿…o no?  ¡Por Dios! ¡El tipo creía que me lo quería ligar! -digo, no lo culpo, sé que soy encantador, pero no es el punto.  

-¿…Qué no eres el amigo de Ramón… de Ramón…? ¡De Ramón! –de los nervios ni recordaba el apellido del mentado Ramón- El que vive cerca de Insurgentes y Álvaro Obregón, ¿cierto?.

El respondió muy risueño y coqueto que no vivía por ahí ni recordaba a nadie con ese nombre,  pero que pudiera ser alguna de las muchas personas que conocía. Me quedé helado. ¿Qué podía hacer? Digo, a parte de salir corriendo, lo que no hubiera sido muy educado de mi parte. Muy apenado le ofrecí una disculpa diciendo que lo había confundido con el amigo de mi amigo Ramón. Bendito sea el cielo, pues de inmediato comprendió mi error, asegurando ya con una voz neutra que no había ningún problema; lo que en realidad no me tranquilizó demasiado, tan obsesionado como estaba imaginado que todos en la taquería y zonas aledañas estaban al pendiente de todos mis movimientos y del desarrollo de esa entrevista, si hasta imaginaba un par de ojos taladrándome la nuca. Como buen anfitrión, me ofreció quedarme a su mesa, filosofando respecto a compartir la cena. Mencionó que no era necesario levantarme, ¿es adivino el tipo o qué? Por un segundo acaricié la idea de pararme y regresar a mi mesa, aunque pensé que a los ojos de los demás eso se vería como si me hubieran bateado, y en menos de un minuto; o sea, ¡ya me estaba preocupando “el qué dirán”! No supe cómo pude reprimir la carcajada porque, quizá, entonces hubiera sido él quien quisiera salir corriendo para alejarse del loco que invitó a su mesa.

Nos las arreglamos para platicar sobre las calles de la ciudad, nada comprometedor. El tipo resultó ser una simpática persona pero, nada personal, espero no volver a toparme con él; mi sentido del absurdo no da para tanto. Lo más divertido fue cuando él pidió su cuenta, pues la mesera muy segura afirmó en vez de preguntar: “De los dos…”. A lo que mi filosófico compañero de cena contestó negando con un movimiento de la cabeza; pagó su cuenta, se despidió y yo terminé mis tacos en medio de todos aquellos curiosos, rogando al cielo que mi cara de póker fuera tan buena como la de mi amigo en el banco. 


Ya de regreso en el carro y rumbo a la casa, aprovechando los altos del intenso tráfico, me iba dando de topes en una pared imaginaria para soltar una buena carcajada después; topes-carcajada-topes-carcajada. Las carcajadas eran por la cereza del pastel: recuerdo cada momento del episodio y puedo contarlo de memoria, incluso sería capaz de dibujar un esquema de los platos en la mesa, la disposición de las salsas y, lo juro, hasta el número de limones en el platón del centro; recuerdo las calles de las que hablamos y hasta podría reproducir los dos croquis que hizo para ubicarlas; bueno, hasta recuerdo que se presentó y me dijo su nombre, pero ¿qué creen…? No logré retener ese dato. Caprichos de mi fotográfica memoria.          


octubre 26, 2011

De Oficios en Extinción©


  Andrés lleva ocho minutos esperando su turno; en tres más será atendido (según el ticket que obtuvo a la entrada del banco). Es temprano, hay poca gente y se dio el lujo de escoger silla. Su turno es el 164 y ya van en el 159. Al llegar al 161, ninguna persona se movió, así que la empleada de la caja 13 pulsó para cambiar al 162… nadie se movió, 163… y nadie dijo ésta boca es mía pero una Gordita en pants color amarillo revienta-pupilas, que apenas estaba sacando su ticket de turno, agitó su rosada mano hacia la cajera y corrió cuán rápido pudo hacia la caja. Por la forma en que se saludaron, Andrés pensó que la Gordita es conocida de la cajera; su primer impulso fue levantarse y exigir que se respete el orden de los turnos. Benditos gringos y su “first come, first served” (“al que llega primero se le atiende primero”) porque en México primero se atiende a los compadres, los amigos, los vecinos, los compañeros de kínder (aunque tengan treinta años sin verse), los recomendados de doña Chole y a la Gordita en pants amarillos; al último, sólo al último, al pobre imbécil –disculpa, Andrés, nada personal- que espera paciente su turno. Indeciso entre levantarse o no, sabiendo que el tipo de la Gordita es de quienes les gusta armar jaleo, el tablero electrónico lo atajó marcando su número, el 164, en la caja 2. Andrés caminó hacia allá con su ticket en la mano, pero la cajera lo regañó pues esa caja es para clientes preferentes y lo mandó a la caja 7. Ligeramente confuso e irritado –fueron ellos los que lo mandaron a la caja “equivocada”- se paró frente a la Siete para de inmediato olvidar su enojo, incluso miró rápidamente a la Gordita con gratitud.

 Usando unos lentes negros de pasta –que seguramente tardó tiempo en escoger y quizá por ello le quedan de maravilla- sentada muy mona en su lugar lo recibió mirándolo a la cara, con una sonrisa y el guión que todo cajero(a) dedica a los clientes, la mujer más hermosa de todas las que traían el uniforme del banco. Demasiado consciente de sí mismo Andrés devolvió el saludo, buscó el papel donde traía apuntado los datos para el depósito y contó el dinero antes de entregarlo a la joven –sabía cuánto dinero iba a depositar pero le urgía hacer tiempo en lo que algo se le ocurría-. Podía escuchar, mejor dicho sentir hasta en la yema de los dedos cada latido de su corazón y el pulso acelerado, amén de un suave cosquilleo en todo el cuerpo; se había excitado con sólo verla. Incluso se descubrió respirando conscientemente y procuró hacerlo despacio para no agitarse más; se acercó cuanto pudo a la ventanilla buscando percibir un aroma pero sólo olió la fuerte loción del cajero en la ventanilla nueve –¡plof! fue como una bofetada-. Alguien subió el volumen pues podía escuchar la fricción de la ropa de Siete al moverse; miraba muy atento sus meneos para empatarlos con los ruidos que oía, preguntándose qué prenda era la escandalosa. La boca seca  y rasposa como lija. Intrigado por su propia e inesperada reacción, Andrés se dedicó a observar a la cajera y luego a sus compañeras como en un juego de encuentra las  5 diferencias. Todas igualitas: guapas, risueñas y frescas –a las diez y media de la mañana todo mundo está fresco- y vestidas del mismo e impecable modo: blusa blanca, chaleco azul marino y pañoleta roja al cuello. Se ve idéntica que las demás, ¿qué tenía la de la caja Siete para destacar?

 ¿El brillo en la mirada…? ¿Sus blancos dientes…? ¿Los labios tal vez…? ¿Su top de algodón plisado o la suave y aterciopelada piel de sus pechos…? Andrés pensó en el tacto de un durazno. ¡Los botones de la blusa! Las demás traen la blusa abotonada hasta el cuello; casi, casi se ven monacales, por lo menos junto a Siete. Andrés ya encontró dos botones sueltos pero sigue sin entender por qué Siete se ve idénticamente uniformada como el resto de sus compañeras. La cajera seis, la de al lado, se ha interesado por la actitud de Andrés. Siete viste la blanca blusa abierta hasta por debajo del pecho –oculta bajo el chaleco azul la unión del primer botón con su respectivo ojal, según adivina-. El top, tan blanco como la blusa, se mimetiza con aquella hasta perderse. Y la mascada roja, que en las demás simplemente cae, Siete se la ha acomodado para que enmarque. El resultado: ha transformado un uniforme elegante en otro coqueto y discreto, disimulando el escote hasta volverlo subliminal; lo percibes mas no lo ves. Delicioso.

 Siete preguntó algo sobre el depósito; Andrés regresó al mundo, la miró a los ojos y contestó pero un segundo después no podía repetir lo que dijo. Siete ha contado el dinero, acaba de imprimir los comprobantes y tiene el sello listo en la mano para marcarlos. La cajera seis observa con curiosidad a Andrés, quien tiene la imperiosa necesidad de hacer un comentario, de llamar la atención, algo, cualquier cosa; el botón de la blusa de Siete, ese que está junto al hueso de la clavícula, parece mirarlo burlón. Andrés se exprime el cerebro buscando las palabras correctas, sensual y sexy parpadean en su cabeza; sabe a la primera semánticamente correcta aunque le parece demasiado peligrosa; su problema es que tiene que construir una frase completa. Siete le ha entregado los comprobantes a Andrés en la mano; ahora o nunca, dominando un ligero temblor en su voz le dice a ella lo que piensa.

-¿Perdón? ¿Cómo dices? –preguntó Siete haciéndose ligeramente hacia adelante en su banco con la mano izquierda apoyada sobre el mostrador.


 Andrés no está seguro si la pregunta es porque Siete no le entendió o es la forma de Siete de callarlo. La cajera seis, desde su lugar, también se inclinó hacia Andrés. Ya no hay marcha atrás:


-Disculpa mi atrevimiento, pero tu atuendo es lo más sexy que he visto en lo que va del mes –repitió Andrés al tiempo que la abarcaba completa con un gesto de la mano.


Siete se irguió sobre su banco con el rostro iluminado, apoyando los dedos de la mano libre justo en el nacimiento del cuello y, sonriendo hasta con los labios contestó “¡Gracias!”. Todo al mismo tiempo.  Andrés agitó los comprobantes en su mano izquierda y le contestó “Gracias a ti”…




-… ¡Listo, joven! ¡Ya quedó!
-¿Cómo que ya quedó? ¿Y el resto de la historia?
-Pos en su próxima boleada, joven.
-… ¿? …
-Le dije que su boleada se la cobraba en treinta pesitos y que además le contaría la primera parte de una buena historia. Yo ya cumplí, mire sus zapatos ¿o no le gustó la historia?
-Pues sí, por eso quiero saber en qué acaba.
-En su próxima boleada, joven, en su próxima boleada. Nomás acuérdeme cuál historia le conté y en qué parte me quedé.
-¡Achis! ¿Pues cuántas se sabe?
-¡Uy, joven! Un titipuchal.
-¿Las inventa?
-… Nop, la mayoría me las platican mis propios clientes; Andrés mismo me contó la suya; trabaja por aquí… Oiga, por cierto, ¿le gustaría ver a la chica de la caja Siete…?  Dese una vuelta por el banco, ese que está frente a la oficina de correos, la que está a dos cuadras hacia allá. Lo que yo le pueda platicar de ella no le hace justicia, está rechula la chamaca.

 Sergio no pudo disimular la sonrisa, cayó redondito con el bolero: le dio una señora boleada a sus zapatos con el pretexto de la historia. Fue el letrero por lo que se acercó con él: “SE CUENTAN HISTORIAS Y SE BOLEAN ZAPATOS $30 PESITOS (pregunte)”. Ahora tenía $30 menos, unos zapatos impecables y curiosidad por saber cómo le fue a Andrés con Siete. Esta vez, en lugar del cliente, fue el bolero quien consiguió 2x1: dos boleadas por una. Curiosamente, hace tres semanas Sergio leyó un artículo que afirmaba se estaban extinguiendo muchos oficios tradicionales en la ciudad. Por eso le pagó los treinta pesos al bolero con tanto respeto: porque ahora regresaría por otra boleada con tal de oír el final de la historia. Sergio está seguro que éste bolero sería el último en desaparecer. 

octubre 21, 2011

Bola de Nieve, baterista©

¡Genial!
Me enseñaron este muñequito y cuánto me habrá gustado que hasta video le tomé y una entrada completa le dedico. Ojalá lo disfruten tanto como yo. Observen cómo mueve las baquetas ¡va siguiendo el ritmo!





Si, ya sé que falta mucho para navidad, pero ¡no puedo esperar tanto!
Pero para que vean que soy buena gente, el 24 de diciembre prometo subir el video donde ejecuta la canción de Jingle Bells (ya está grabado, pero para ese si me espero) que está muchísimo mejor que el actual.



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octubre 13, 2011

Hablando de Vacas Pardas, Sapotote©


  Hace tiempo descubrí un viejo libro de fotografía en el librero, “Conoce tu Cámara Reflex”, editado en 1977. No tengo la más remota idea de cómo pudo haber llegado ahí. Es un breve y sencillo manual cuyo propósito es explicar el ABC del funcionamiento de esas cámaras, cuya popularidad “{se ha incrementado}…a lo largo de las dos últimas décadas” y es “…la más utilizada, tanto por los profesionales como por el aficionado”. Es decir, un libro sobre cámaras fotográficas prehistóricas, de esas que usaban rollos de 35mm con 12, 24, 36 ó 48 exposiciones que luego mandabas revelar para descubrir que la mayoría se había velado, estaba fuera de foco, mal encuadradas o mostraban el hermoso pulgar del fotógrafo. Aquí entre nos, apuesto que el mentado pulgar era el sujeto más recurrente en las fotos del  aficionado promedio. Con las cámaras de hoy debe ser cualquier otra parte de su cuerpo, pero hoy con toda la intención: un ojo, un brazo, la cara completa en un ángulo muy extraño, un torso… sólo miren la foto de perfil o el avatar de muchos de sus conocidos.

 Sea como fuere, y debido a éste maldito vicio de leer cuánto cae en mis manos, sólo era cuestión de tiempo antes de por lo menos darle una hojeada al libro de marras. El libro trata de “…los principios básicos y los conceptos de la fotografía…” y “…de las funciones que son comunes a todas las cámaras”. Para mi deleite descubrí que “todas las cámaras” incluso aplica para mi cámara digital. Ciertamente las modernas digitales tienen un sinfín de ajustes automáticos (modo de escenas, fuegos artificiales, playa, retrato, auto-retrato, texto, museo, panorámica, video, ISO, detección de rostros, ojos rojos y lo que gusten), por lo que basta con dirigir la cámara hacia lo que deseamos fotografiar y apretar el botón pues el aparatito hará el resto por nosotros. Los más curiosos –levanto la mano- habrán descubierto que la ruedita dentada tiene incluso una P y una M para hacer ajustes manuales en la cámara. Y es aquí donde el libro del que hablo entra en escena: grano (megapíxeles) y sensibilidad (ISO) de la película, velocidad de obturación (2, 1, ½,1/4, 1/8, 1/125, etc), abertura del diafragma (un numerito que en la pantalla de ajustes va precedido por una f), longitud focal, encuadre y demás.

 Confieso que no lo he leído a detalle como para comprender los diversos conceptos pero me queda claro que jugando con esos valores se pueden obtener fotografías increíbles, mucho mejores que las que se pueden conseguir confiando en los ajustes automáticos de la cámara por más avanzada que sea.


Ojalá me hubiera tomado ya el tiempo de leer a detalle el libro para conocer los conceptos detrás de los tecnicismos, pues la belleza de lo que dos días atrás me encontré justo a la entrada de mi casa, colgando del árbol que custodia la puerta de acceso, me cautivó lo suficiente para buscar la cámara y tomarle varias instantáneas.

 Regresé a casa en el momento justo después del atardecer cuando el sol ya se ocultó pero todavía hay algo de luz natural. Ese momento del día en que si tomas una foto sólo aparece lo que el flash alcanza a iluminar, lo que queda más atrás simplemente se pierde en las profundidades del negro. Tomé varias fotos en el modo automático pero ninguna me convenció. La blanca mariposa (¿o palomilla? no lo sé, no soy entomólogo) colgando de una de las verdes hojas del árbol, ambos emergiendo de entre las sombras, como si nada más existiera en el mundo. Esa era la foto que quería tomar, pero el ajuste automático insistía en usar el flash para iluminar la escena como si fuera quirófano, perdiendo la sutileza que pretendía captar. Después de la segunda foto con flash también me entró cargo de conciencia por deslumbrar al pobre insecto –si hasta para referirme a él lo tildo de pobre-, así que me puse a jugar con los citados ajustes manuales; simplemente fui cambiando el valor de los mismos de uno en uno y tomando una foto en cada ocasión: cambio de valor, foto, cambio de valor, foto. Si supiera qué es lo que le estaba ajustando con cada cambio estoy seguro que hubiera conseguido la foto que deseaba. Después de 20 ó 30 tomas –jamás hubiera tomada tantas con una cámara de rollo, benditas las digitales- decidí que era suficiente, ya las revisaría en la computadora para elegir las rescatables. Hasta ahí llegó mi interés por el insecto, bajé del carro la fruta que había comprado de regreso a la casa y seguí en lo mío. Como a las 11 de la noche cayó una fuerte lluvia, si la menciono es porque al día siguiente cobró una importancia súbita.

 Al salir por la mañana me topé de nuevo con la mariposa, ésta vez se encontraba en el suelo como a un metro del árbol del que colgaba ayer y, de cualquier modo, frente a la puerta de entrada. Estaba muy quieta y daba la impresión de estar húmeda, como si se estuviera secando-recuperando de la lluvia de la noche anterior. Tomé nota de su presencia y me subí al carro… recordé la cámara en la guantera y bajé con ella. Creí que saldría volando en cuanto me acercara, al no hacerlo reforzó mi idea de que esperaba al sol para secarse con él. Me puse a buscar el mejor ángulo para retratar al bicho: al norte saldría mi carro de fondo, al este la casa del vecino y al oeste la mía por lo que eso me dejaba al sur como opción. Puesto que la mariposa estaba a ras de piso, la foto tendría que ser al mismo nivel. Así que ahí estoy de rodillas, a unos cuantos centímetros del insecto y con la cámara recargada sobre el piso, mirando a través de la pantalla muy concentrado en lo que hacía. De repente sentí movimiento en la calle y voltee la mirada para ver la causa: era una de mis vecinas acompañada de una hermosa mujer que no había visto antes. Supongo que ellas ni siquiera vieron a la mariposa y tal vez ni la cámara, así que debió resultarles raro ver al vecino a gatas en frente de nada, arrodillado con un pantalón claro sobre la húmeda banqueta. Mi vecina se puso ligeramente colorada y de inmediato dijo “vamos a la tienda”, como disculpándose por haberme sorprendido así. Las saludé, tomé nota de su acompañante –algún pretexto tendré que idear para visitar a mi vecina y preguntarle por ella- y seguí en lo mío. Por detalles como ese la gente que me conoce está dispuesta a asegurar que estoy un poco loco, así que me esperé a que se alejarán para sonreír por lo absurdo de todo sin riesgo de confirmar sus creencias.

 Quizá tomé otras 20 fotos cuando escuché al camión repartidor y decidí que tenía suficientes. Ya me iba cuando reparé que el escape del carro daba justo sobre mi sujeto, quien además se encontraba a la sombra de la casa; antes de medio día el sol no pegaría en esa zona. Intenté subirlo en una ramita que encontré cerca pero no se dejaba. En un arrebato de buena voluntad le puse la mano y, después de varios intentos en que aleteaba un poco para alejarse, por alguna razón entonces sí se subió; la sensación fue extraña, como si estuviera enganchado a mi piel. Busqué un lugar con sol, cerca de unas plantas y deposité al bicho que de inmediato se bajó de mi mano. Asunto terminado, adiós.

 Por la tarde revisé las fotos y me deshice de la mayoría (antes guardaba todas, ahora solo conservo las que de verdad me gustan). Viendo las fotos, el pequeño y peludo insecto sale inclinado hacia su lado derecho; pensé que fuera el ángulo de la cámara pero en todas se ve así, tal vez los efectos del torrencial aguacero. Esa misma noche volvió a llover y por la mañana, al salir de casa, la similitud con la el día anterior me hizo buscar a la multicitada mariposa; obvio que ya no estaba, me encogí de hombros y seguí con mi día.  

 Hace rato, al regresar del trabajo y querer estacionar el carro vi una mancha blanca frente al zaguán ¡sorpresa! mi pequeña vecina. Jamás había visto a la misma mariposa en el mismo lugar haciendo lo mismo durante tres días seguidos; no puede ser normal. Después de tantas “aventuras” juntos no podía pasarle el auto por encima. Con menos asco y remilgos –soy 100% de ciudad y la impronta del asfalto me hace recelar de cualquier cosa que huela a naturaleza- le tendí la mano a donde subió de inmediato. Pensé depositarla al pie del árbol en que la conocí pero la ingente cantidad de hormigas que pululaban por la zona me hizo dudar ¿qué si se le van encima? Y entonces realmente la miré. Tiene los extremos de las alas muy maltratados y algunos pequeños agujeros por aquí y por allá. Parece que tiene dos pares de alas, no estoy seguro pero no me atrevo a hurgarla; una de las superiores se ve desgastada, como papel de china delgado a punto de desintegrarse. 

 Definitivamente se inclina hacia la derecha, como si le pesara el cuerpo, aunque juraría que una de las patas se le ve más corta. No respondo por el resto de la humanidad pero qué metiche soy a veces con los asuntos de la naturaleza, queriendo cambiar el curso de los acontecimientos o reflejando emociones en la existencia de seres de otras especies. Debe ser de lo más normal y natural del mundo que la mariposa que no alcanza a guarecerse de una lluvia torrencial resulte tan maltratada que no pueda volar –tuvo todo un día para secarse, dos de hecho- y termine por servir de alimento a cualquier bicho o animal que encuentre delicioso un aperitivo de lepidóptero; no debe ser normal que un insecto que puede volar permanezca en el suelo tanto tiempo, al alcance de quién sabe cuantos predadores. ¡Pero no! Tenía que meter mi cucharota: el mundo se me hizo demasiado hostil, húmedo y frío para soltar por ahí a la pequeña trompuda. Pensé en la casa, seca y cálida.

 Con la mariposa en la mano izquierda saqué las llaves de la bolsa izquierda del pantalón con la otra mano –algo más fácil de escribir que de hacer-, abrí las puertas de la casa y   busqué un lugar dónde bajarla, pero ¡oh, sorpresa! ¡No se quería bajar! En esas andaba cuando me acordé del carro: botado a media calle –es una cerrada- con las luces prendidas, la puerta abierta y el radio encendido; eso sí, las llaves las traía en la bolsa, no hay que ser tan confiados. Volví a sonreír pensando en mi vecina y su guapa acompañante ¿Qué hubieran pensado de haber encontrado así el carro, abandonado de noche frente a mi domicilio? ¿Con las puertas de la casa abiertas de par en par y las luces de entrada, de la cochera y todas las que tuve a mano, encendidas? ¿Conmigo paseando tan quitado de la pena con una mariposa en la mano…? ¡Lo que daría por ver su cara!

 ¿Alguna vez han tratado de estacionar un carro estándar y dirección mecánica con una mano mientras en la otra sostienen una delicada mariposa aferrada a ver el mundo desde esa posición? Yo le doy un grado 8.4 de dificultad. De nuevo, dentro de la casa, intenté dejarla en una maceta que le escogí como albergue, pero sólo brincaba de una a otra mano sin querer bajarse de ellas. Sentado en el suelo frente a la maceta y practicando la virtud de la paciencia, de repente se me ocurrió escribir al respecto. Llevo ya un rato tecleando en la computadora y la mariposa, eternamente recostada sobre su lado derecho, no se ha movido un ápice de su maceta. ¿Cómo puede pasar tanto tiempo sin moverse? Creo que sería una excelente maestra de la meditación, por aquello de que el ejemplo arrastra. De lo quieta que está hasta parece foto; sería fabulosa jugando a las estatuas de marfil.

 ¿Y si ya está muerta? Porque los chismes corren rápido en el vecindario. Ahora me imagino al sapotote que vive en el jardín (literalmente un sapo enorme, más grande que mis dos puños juntos) vestido con su sombrero de copa, corbata de moño al cuello y su bastón de dandi;   relamiéndose los bigotes, exprimiéndose el cerebro pensando en un buen pretexto para tocar a la puerta y poner su mejor sonrisa preguntando, sin poder ocultar la ansiedad de su mirada, si de pura casualidad llega a tiempo para la cena…  


septiembre 27, 2011

REDIL ©

¿Alguna vez te ha pasado? Repites tanto una palabra hasta que ésta pierde su significado:

Lápiz – lápiz – lápiz – lápizlá – pizlá – pizlá – pizlá – pizlápiz – lá…  – piz… – lá… – pizla…

¡Pow! En un repentino golpe, frente a ti mismo el concepto de “lápiz” se esfuma de tu mente y en su lugar sólo queda un par de sílabas tan significativas como “a-gu-gu-da-da”. Puede ser cualquier palabra: biología, mamut, esternocleidomastoideo*, cocina, reporte o suegros; la que quieras.  A veces ni siquiera es necesario repetir la palabra hasta el cansancio; simplemente la dices, te detienes un instante a pensar en ella  y ¡bingo!

Toda palabra tiene una acepción particular –alguien dice “mesa”  y los demás comprendemos que se refiere justo a una mesa y no a un elefante, por ejemplo-, así que más que perder su significado, hay un momento de lucidez en que los sonidos que representan la idea de “lápiz” –por seguir en la misma línea- se rebelan absurdos y aleatorios. ¿De dónde surgió esa palabra? ¿Y por qué esa y no otra?

Si juntamos a un inglés, un chino  y un cubano –ninguno sabe el idioma del otro- y llega un hispanoparlante diciendo “lápiz”, sólo uno de los tres primeros entenderá de inmediato los sonidos para asociarlos con su respectiva idea. Pero si el recién llegado se limita a poner un lápiz sobre la mesa, entonces el inglés, el chino y el cubano comprenderán el concepto y cada uno lo expresará con sus propias voces; y cada uno se maravillará escuchando el absurdo y complejo gruñido empleado por sus compañeros para nombrar al sencillo objeto.

¿Pero cómo nacen las palabras? Conforme la sociedad se transforma van surgiendo actividades, ideas y objetos que necesitan nuevas voces que los identifiquen. Como lo “nuevo” es resultado de la transformación de algo ya existente, nada más sencillo que recurrir a los vocablos que ya definen a ese “algo” previo y también modificarlos o combinarlos para nombrar  el novedoso resultado. De ahí surgen acrónimos, palabras compuestas, vocablos adoptados de otras lenguas y qué sé yo. 

Por ejemplo, “Internet” –que con tanto gusto y provecho usamos en español- es un acrónimo de “international network”; en algunas regiones será La internet en referencia al género de su traducción al español (La red internacional) y en otras será El internet sencillamente porque a la mayoría de los hablantes el vocablo “les suena” a masculino.

Habrá palabras como “nanotecnología”, que según el diccionario significa “tecnología que emplea instrumentos y elementos muy pequeños (a escala de una milmillonésima de milímetro), principalmente para la fabricación de biochips y nuevos materiales”,  que tienen su origen en voces de las lenguas clásicas: nano, tecnos y logia. De acuerdo, pero a los clásicos la palabra no les fue dada, ¿de dónde sacaron sus propias voces? ¿A qué predecesores recurrieron para formar sus palabras?

Hasta el día de hoy no me ha tocado leer, escuchar o ver algún reportaje o investigación respecto al origen de la Palabra; por supuesto que debe existir información al respecto –en todo caso ahí están los filólogos para aprender y conocer a través de ellos-. Pero no me refiero a orígenes recientes como el nombre de la península de Yucatán, que según entiendo fue la respuesta (Yak-ak-tan o algo así) de un aborigen a la pregunta “Disculpe vuestra merced, ¿podéis decidnos el nombre de estás tierras?”. Se supone que el nativo contestó “no te entiendo” (yak-ak-tan) a los curiosos españoles. Yucatán, hermoso nombre –irónico tal vez- para llamar a la tierra donde tuvieron contacto por primera vez dos culturas distintas que no se entendían entre si.

Hablo de vocablos como nano (pequeño),  átomo (indivisible) o fobia (miedo), que tienen sus raíces en Roma o en Grecia; o como Guadalupe que viene del árabe (punto extra al que me sepa decir cuál es su significado); o voces de alguna otra lengua o cultura milenaria (nombren su favorita). Aún en Mesopotamia –cuna de la civilización más antigua de que se tenga noticia, si la memoria no me falla-, las palabras empleadas entre el Tigris y el Éufrates debieron provenir de algún lado; si la civilización no surgió de la generación espontánea, tampoco el lenguaje.  Me gusta creer que al principio las palabras sólo fueron sonidos guturales (elaborados “agu-gu-da-das”) u onomatopeyas que se fueron imponiendo por usos, costumbres y hasta por la fuerza  entre los primeros homínidos. Me imagino a un grupo de aquellos sentados en círculo, señalando una piedra;  el más voluble, llamémoslo Pancho, repite hasta el cansancio “gra, gra” tratando de comunicarles su idea, pero el tipo que tiene enfrente, Pepe, niega con la cabeza y señalando la misma piedra dice “org, org, org”. Pancho, que literalmente ya no se anda por las ramas, coge la piedra, se la avienta con saña a Pepe y grita con furia “¡GRA!”. Listo, asunto zanjado: al ver a Pepe inconsciente y con sangre en la cabeza, los demás están de acuerdo en que el objeto lanzado a Pepe es una “gra”. ¿Por qué “gra”? Quizá Pancho no podía pronunciar “org” y en su frustración prefirió imponer el más fácil “gra” antes que rebelar su incapacidad. Nunca lo sabremos.

De entonces a la fecha hemos avanzado un buen trecho, y qué bueno que así sea porque discutir el nombre de una piedra es fácil pero ¿cómo zanjar el asunto sobre el género de la palabra “internet” si no es algo que le puedas aventar al otro? Quizá Pancho usaría la computadora como arma mientras Pepe se defendería con el ordenador. Y por favor reconozcan que el (la) pequeño(a) troglodita que aún vive en ustedes se imagino a ambos blandiendo una PC como moderno y literal garrote. Y luego se preguntan por qué el mundo está como está…     


*Esternocleidomastoideo es un músculo del cuello, un poco más grande que su nombre. Para más información busca en Wikipedia® o, si eres de esos raros que prefiere el contacto humano, pregunta con algún conocido que sepa de medicina, fisioterapia o alguna otra área afín.



Mosquito ©

Falta poco tiempo para el amanecer y Ella ha pasado despierta la mayor parte de la noche, al menos así lo siente; no sabe si  es i...